Por: Martín Ramos
Desde la antigua Roma, ha existido la división de funciones las cuales eran ejercidas por un lado en el Senado, mientras que por el otro recaían el Pretor, Cónsul o en el Emperador. Estas autoridades romanas, eran electas comicios, los cuales eran órganos colegiados de ciudadanos romanos que se reunían en el Ágora para discutir y aprobar los temas de trascendencia de la civitas.
Así, los procesos electorales han ido evolucionando a través del tiempo, pasando por la Carta Magna de 1215 en el que la burguesía condicionó la imposición de aranceles a la aprobación de un Consejo electo popularmente, hasta llegar al México de los noventas, década en la que, con la lucha de la oposición, se ciudadanizó el otrora Instituto Federal Electoral.
Hoy en día, contamos con un órgano que cuenta con amplias facultades para regular y dirigir el proceso electoral, desde una función independiente, objetiva e imparcial, con la participación activa de los partidos políticos que legitiman su función. Asimismo, esta actividad se encuentra sometida al tamiz de regularidad constitucional y convencional mediante la participación de la estructura jurisdiccional electoral integrada por los Tribunales Locales Electorales, así como por las cinco Salas Regionales, la Especializada y la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, quien es la máxima autoridad en la materia.
El próximo proceso electoral será el más grande en la historia de nuestro país, lo cual no solamente es un reto para las autoridades administrativas, jurisdiccionales y partidos políticos, sino para la ciudadanía y la opinión pública, quienes serán los que decidan e influyan en el destino de nuestro país. Lo anterior, es fundamental en virtud de que, en pleno siglo XXI, momento en el que la Democracia mexicana debería ser madura, existe un tufo de autoritarismo que nos recuerda a los años setentas y ochentas del siglo pasado. Así, el Único Guardián de las elecciones es y debe ser el Instituto Nacional Electoral, órgano con autonomía constitucional que no debe obedecer ni a intereses políticos, ni fácticos de partidos o sectores, sino puramente jurídicos, en observancia de los principios consagrados en el artículo 116 de nuestra Carta Magna.
Solamente así, refrendando nuestro reconocimiento a un INE autónomo, podremos acceder a lo que todos queremos: un México verdaderamente democrático que atienda a la objetividad y no a criterios subjetivos de una sola persona, porque como decía Aristóteles la Ley debe ser razón sin deseo.