Carlos Manzo

Por Manolo Padilla

Hay asesinatos que no se entienden ni se perdonan.
El de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, no es solo una tragedia personal o política; es la evidencia más dolorosa del fracaso de las instituciones encargadas de protegernos.
A Carlos no lo mató únicamente una mano criminal. Lo alcanzó también la indolencia de un Estado que ha normalizado la violencia y la indiferencia de quienes tienen la obligación de responder.

El abandono institucional

Las palabras de despedida de su amigo y colaborador Carlos Alejandro Bautista Tafolla son un retrato preciso de lo que ocurre en Michoacán:

“Por más que pedimos ayuda a la presidenta de México, por más que le pedí directamente a Omar Harfuch que atendiera la crisis de inseguridad que vivimos en Uruapan y en todo Michoacán, nunca hubo respuesta. Su agenda no les dio. Su estrategia no funcionó. Y su gobierno dejó solo a nuestro municipio.”

Es imposible no coincidir.
Uruapan fue dejado a su suerte mientras el crimen se apoderaba de sus calles y la ciudadanía aprendía a sobrevivir entre el miedo y la impunidad.
Y cuando la seguridad se convierte en un privilegio y no en un derecho, el Estado deja de ser Estado.

Responsabilidad que no se borra con condolencias

Hoy vemos comunicados oficiales, mensajes de condolencia y posturas institucionales llenas de lamento.
Pero ninguna de esas palabras podrá ocultar lo evidente: el gobierno de Michoacán, encabezado por Alfredo Ramírez Bedolla, falló en su deber de proteger a uno de sus propios alcaldes.
Y resulta ofensivo que desde el mismo poder que guardó silencio ante las denuncias de inseguridad, ahora se intente hablar de justicia y solidaridad.

Lo mismo ocurre con la Fiscalía del Estado, que parece más preocupada por su imagen pública que por los resultados reales. Su campaña “Mejora tu Fiscalía” podría ser una broma de mal gusto si no fuera porque detrás de cada caso pendiente hay familias que claman por verdad.
De nada sirven los spots ni las conferencias si la justicia sigue siendo un pendiente en cada municipio de Michoacán.

El costo de la valentía

Carlos Manzo sabía el terreno que pisaba.
No fue un político cómodo. Fue un hombre que eligió hablar con franqueza, denunciar sin miedo y ponerle rostro al hartazgo de su pueblo.
Esa postura —incómoda para algunos, valiente para otros— lo convirtió en símbolo de lo que el poder teme: un servidor público que no se vende ni se dobla.

Su asesinato deja una herida abierta en la política local, pero también una pregunta urgente: ¿qué clase de país estamos construyendo si ni los presidentes municipales pueden ejercer su cargo sin temer por su vida?

Que su muerte nos despierte

Carlos Manzo dio la vida por los uruapenses.
Y esa entrega debe honrarse no solo con homenajes, sino con acciones concretas:
con justicia real, con presencia del Estado, con voluntad política.

El gobierno estatal y federal tienen ahora la obligación moral de demostrar que la vida de un servidor público no puede valer menos que una promesa de campaña.
Y la Fiscalía, en lugar de maquillarse con slogans, debe demostrar con hechos que puede investigar, sancionar y proteger.

Carlos Manzo se fue, pero su voz no debe apagarse.
Porque mientras sigamos callando ante la violencia, estaremos permitiendo que la impunidad siga gobernando.

Uruapan no volverá a ser igual.
Y tampoco debería serlo Michoacán, si de verdad aprendemos de esta pérdida.

Epílogo

Carlos Manzo no cayó por casualidad: cayó por decir la verdad en un país que castiga a quien la pronuncia.
Su muerte nos exige dejar de callar.
Porque mientras el poder siga justificando la violencia, la sangre de los valientes seguirá escribiendo la historia que el gobierno se niega a leer.

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