Por: Jaime Darío Oseguera Méndez
Termina el sexenio del Presidente López Obrador y con él la primera etapa de una nueva era política en México. No es una contradicción o contrasentido. El triunfo de Andrés Manuel López Obrador hace seis años, significó un parteaguas en la vida política de México.
Con Morena experimentamos el movimiento del péndulo hacia la izquierda de nuestra geografía política. Ya en el 2000 había ganado el PAN con Vicente Fox, apuntalado por ese deseo de alternancia entre grandes sectores de la población. Con ello se inauguraron 12 años de gobiernos de derecha social-cristiana con Fox y Calderón.
Es el momento histórico cuando hizo su acto de presencia la alternancia política entre partidos.
Al final de los doce años del PAN regresa el PRI de la mano quien representó en ese momento a una nueva generación de políticos, provocando grandes expectativas entre la población que aún no veía a la izquierda como alternativa y que ya se había cansado de la derecha panista con 12 años de malos de resultados.
Enrique Peña Nieto fue en su momento la misma figura emblemática que movió el péndulo hacia el centro de la topografía electoral. Los resultados de su gestión abrieron la puerta para el triunfo de López Obrador.
Andrés Manuel estuvo en las boletas todos esos años. Desde el 2000 como candidato ganador a Jefe de Gobierno de la CDMX; del 2006 al 2018 en tres elecciones consecutivas como candidato a Presidente de la República. Habrá que reconocer su tesón.
El declive, desprestigio, corrupción y falta de resultados de los gobiernos anteriores, incluyendo por supuesto el de Zedillo 1994-2000, generó el escenario para la transición hacia la izquierda de López Obrador, quien ya se había deslindado de los vicios, excesos e ineficiencia en los gobiernos locales del PRD.
En el viejo régimen se desarrollaron instituciones que permitieron y facilitaron la alternancia y la transición. Se trata de un momento de efervescencia política, atribuible a todos los actores, incluido el gobierno, la sociedad civil, las élites de los partidos, medios de comunicación que se transformaron mutuamente.
No fue una concesión grácil del gobierno pero sí accedió. No había una total conformidad en los círculos del PRI pero tampoco hubo oposición férrea. Todos se fueron transformando a sí mismos. En el viejo régimen se sentaron las bases del funcionamiento de la hoy autodenominada Cuarta Transformación.
Alexis de Tocqueville nos enseñó algo valioso de recordar: el nuevo régimen es producto de las cosas positivas del viejo régimen. Dicho de otra manera, sin ciertos elementos de control, estabilidad, cohesión e institucionalidad, no sería posible una transición pactada en las urnas.
La revolución misma, la transición o la transformación, tiene elementos que no son suyos. Por muy innovadora que se le quiera presentar, los elementos que permiten su permanencia en el poder son hijos del viejo régimen. Tal vez por eso hoy los quieren desaparecer.
Por ejemplo, la transición se garantizó a través de órganos electorales autónomos que cada vez estuvieron más lejos de la influencia del poder público, tal y como lo pidió en su momento la oposición. En momentos se observaron posiciones verdaderamente encontradas entre el gobierno y la autoridad electoral. Ese hecho político y constitucional, permitió la alternancia desde los noventa cuando el PRI pierde por primera vez la mayoría en el Congreso.
La transición de régimen tuvo como actor central al Poder Judicial que, con todos sus defectos, garantizó el equilibrio de los poderes. Hoy ha sido uno de los destinatarios del huracán transformador de la mayoría.
El problema de desaparecer instituciones es saber con qué se van a reemplazar.
López Obrador representó la alternativa contra el hartazgo del PRI y el PAN, ambos incapaces de recomponerse en lo estructural, ideológico, político. No han sido capaces ni de renovar sus dirigencias. En el ADN de Morena está la marca del desaparecido PRD y sus tribus. El desafío de este nuevo momento será ver si Morena se convierten en un verdadero partido, de qué tipo y si no sigue la ruta de su ancestro. Los personajes se parecen mucho.
López Obrador deja un país en el que se presume la disminución de la pobreza.
Morena será el mayor legado de López Obrador, pero para que funcione bien debe haber otros partidos que le compitan. De otra forma se rasgarán las vestiduras en la disputa interna.
En el legado de Andrés Manuel habrá un nuevo régimen. Al final se impusieron iniciativas que crean nuevas instituciones. La Guardia Nacional, un nuevo Poder Judicial con jueces y magistrados electos por el voto popular, ante una popularidad inusitada para el fin de un sexenio.
Sin embargo son dos los desafíos que tendrá la herencia en manos de los herederos.
Si el país no tiene crecimiento económico, ese será su Talón de Aquiles. El bienestar consiste en hacer más grande el pastel para repartir a los que no tienen. Del crecimiento económico dependerá la recaudación. Si no crece la economía no habrá más impuestos para gastar en los programas que identifican emblemáticamente a la nueva hegemonía política de Morena.
No importa lo que se diga, pero sin crecimiento económico no hay más igualdad. La tentación por repartir a través de programas sociales es muy poderosa y electoralmente redituable pero forma parte de todo un concepto discursivo que difícilmente va a cambiar.
Al momento los números en el rubro de crecimiento económico no parecen tan favorables.
Finalmente el legado tiene un frente abierto que lo puede lastimar. La violencia no ha cesado en el país. El nuevo modelo de la Guardia Nacional, responde a un diseño institucional nacional pero no sabemos si va a tener efecto en el ámbito de lo local donde los cuerpos policiacos podrían ser, aún al inicio, la gran batalla perdida de la Cuarta Transformación.
Será el gran desafío del nuevo régimen.
Ha terminado López Obrador. Que sea el tiempo quien juzgue su legado.