Bolívar y Trump: del buen salvaje al buen revolucionario

Por Richard Guevara Cárdenas (*)

Gracias a mi colega y amigo Carlos Pineda, consultor político venezolano, acucioso y siempre vigente, volvió a caer en mis manos un libro tan polémico como imprescindible: Del buen salvaje al buen revolucionario, de Carlos Rangel. Rangel, ya fallecido y quien terminó quitándose la vida en 1988, escribió hace casi 50 años un texto que hoy adquiere una vigencia sorprendente y profundamente incómoda para la reflexión continental.

Rangel desmonta una construcción emocional que ha marcado la identidad política latinoamericana durante décadas: la idea de que nuestros fracasos, crisis y estancamientos son siempre culpa de otros. Europa, Estados Unidos, el imperialismo, los mercados. Un victimismo nacionalista que ha servido para justificar nuestros errores internos y para mantener la fantasía de un continente inocente, moralmente superior, condenado por conspiraciones externas y salvable únicamente a través de revoluciones simbólicas o caudillos providenciales.

Rangel no niega las injusticias históricas ni la violencia de la colonización. Lo que rechaza es la mitología conveniente que nos absuelve de responsabilidad. Esa narrativa que pretende una identidad latinoamericana homogénea construida sobre agravios más que sobre proyectos; una identidad que romantiza la inocencia y eterniza la frustración.

Al volver a examinar el libro, tal como me animó a hacerlo Pineda, comprendí por qué tantos expertos en discurso público aseguran que está más vigente que nunca. Lo está porque seguimos atrapados en dos espejismos que irradian desde el siglo XIX: el mito del salvador bolivariano que siempre promete redención, y el mito del enemigo externo que siempre conspira contra nuestro destino. Entre ambos extremos se ha formado una psiquis política continental que oscila entre la nostalgia y el resentimiento.

En este escenario aparece Donald Trump, recordándonos con brutal claridad cómo funciona realmente la política internacional. Las amenazas, presiones y declaraciones del presidente estadounidense hacia los países del continente no tienen relación alguna con la defensa de la democracia ni con la protección de las repúblicas latinoamericanas. Responden exclusivamente a los intereses estratégicos de Estados Unidos. Su Estrategia de Seguridad Nacional expone un giro doctrinario que algunos denominaron el “Corolario Trump” de la Doctrina Monroe: América Latina como zona de influencia exclusiva para los intereses estadounidenses y como territorio a resguardar frente a potencias rivales.

Trump no apela a la épica ni a la moral republicana. Habla desde la realpolitik más clásica, la del cálculo, la del poder, la de los recursos, la de la seguridad nacional. Mientras tanto, América Latina sigue interpretando su lugar en el mundo desde la emocionalidad histórica, mirando el presente con los ojos lastimados del pasado y no con la lucidez estratégica que exige el siglo XXI.

El choque entre estos dos lenguajes es evidente. América Latina sigue pensando en términos de agravio moral; las potencias piensan en términos de interés estratégico. Nosotros hablamos de heridas; ellos hablan de rutas comerciales, energía, recursos naturales, influencia geopolítica y poder real. En ese desajuste de percepciones se juega buena parte de nuestro rezago.

Bolívar soñó con la integración continental, pero la historia fragmentó su proyecto. Trump reafirmó la hegemonía estadounidense, pero no ofreció un horizonte para la región. China avanza con pragmatismo, Rusia busca contrapesos, Europa observa de lejos, y en medio de todos ellos América Latina continúa sin una doctrina propia, anclada más al relato que a la estrategia.

Ya son siglos de historia y seguimos sin una evolución política, social ni económica capaz de romper con la dependencia emocional del pasado. Continuamos mirando hacia atrás, culpando a los conquistadores, a los norteamericanos, a las potencias externas y a cualquier fantasma útil para evitar mirarnos a nosotros mismos. Avanza el siglo XXI y lo más moderno que exhiben muchos países de la región no es la innovación ni la institucionalidad, sino la emergencia de neototalitarismos sin uniforme, con vocación de perpetuidad y mano inclemente, disfrazados de los mismos “buenos revolucionarios” que prometen salvarnos.

La consigna, sin embargo, no debería ser resistir ni lamentar, sino avanzar. Avanzar hacia una nueva conciencia política, hacia una comprensión madura de nuestras responsabilidades históricas y hacia una estrategia continental que por fin nos permita dejar de ser espectadores de nuestra propia historia para convertirnos en sus verdaderos autores.

Richard Guevara Cárdenas
Ex diputado venezolano radicado en México
Consultor y analista político, asesor de campañas, elecciones y gobiernos
Miembro de la Asociación Latinoamericana de Consultores Políticos (ALaCoP)
@richardguevarac

whatsapp

Deja un comentario