Por Richard Guevara Cárdenas (*)
Por estos días escuchamos a los actores políticos de casi todos los países, a los analistas y a los medios de comunicación hablar de “las narrativas”. Se acusan unos a otros de imponerlas o manipularlas; se defienden, se justifican y, los más osados, se han convertido en intérpretes profesionales del relato político.
Pero ¿a qué se refieren realmente cuando hablan de narrativas?.
Las narrativas son marcos simbólicos que organizan el caos social. George Lakoff, lingüista cognitivo, explica que las personas no interpretan hechos aislados, sino “marcos” que ordenan la información y definen qué entender como verdadero.
La narrativa, entonces, no describe la realidad: la modela. En política, quien domina la narrativa domina la explicación del poder.
Sin embargo, existe un límite natural que ninguna narrativa puede superar: la experiencia cotidiana de la gente.
Aquí resulta fundamental el aporte del analista argentino Pablo Knopoff, quien sostiene que las personas deciden desde su metro cuadrado: la casa, la calle, el barrio, el bolsillo, la seguridad inmediata, la incertidumbre o el miedo.
Ese territorio íntimo, emocionalmente gigantesco, es donde la narrativa del poder se confronta con la vida real. Si el discurso promete bienestar, pero el metro cuadrado huele a inflación, inseguridad o abandono, entonces la narrativa se desploma.
Knopoff lo resume con contundencia: “el ciudadano vota desde su metro cuadrado”.
Esta tensión entre relato y vida real ya la advertía Walter Lippmann hace un siglo, cuando explicó que la política intenta gobernar mediante un “pseudoambiente” hecho de imágenes, discursos y percepciones fabricadas.
Pero ese pseudoambiente, por más elaborado que sea, se estrella inevitablemente contra la experiencia concreta de cada persona.
En esta misma línea, Ignacio Ramonet sostiene que los gobiernos y las élites del poder han aprendido a fabricar “hiperrealidades informativas”: relatos que se imponen por saturación mediática, repetición obsesiva y control de los flujos informativos. Para Ramonet, la política contemporánea ya no disputa solo el poder institucional, sino el poder narrativo, es decir, la capacidad de imponer un sentido común que ordene cómo la sociedad interpreta lo que ocurre.
Cuando ese “sentido común fabricado” ya no coincide con el metro cuadrado de la gente, comienza la erosión del relato.
La espectacularización de la política profundiza este riesgo. Murray Edelman, en La construcción del espectáculo político, explica que los gobiernos fabrican símbolos, gestos y escenografías para mantener adhesión emocional, incluso si esos símbolos no representan soluciones reales.
Esto conecta con las advertencias de Jean Baudrillard, quien describió cómo la política puede convertirse en “simulacro”: representaciones que ya no dependen de los hechos, sino de su propio espectáculo, consumidas como entretenimiento.
Y en medio de ese ruido creciente, surge otro problema.
Hannah Arendt advirtió que, en sociedades saturadas de propaganda, la frontera entre verdad y mentira se diluye porque ambas se presentan con la misma teatralidad. Así, muchos terminan aplaudiendo como focas o repitiendo como loros narrativas que nunca contrastan con su propia experiencia.
Eso no fortalece la ciudadanía: la debilita profundamente.
Las narrativas pueden ganar un trending topic, un debate o incluso una elección.
Pero cuando la vida cotidiana desmiente la historia oficial, entra en juego lo que Sidney Blumenthal llamó “la prueba del desgaste”: la política no se sostiene por lo que dice, sino por lo que la gente vive.
Al final, más allá de las maquinarias de construcción de relatos, de los aparatos y laboratorios que producen narrativas para ponerlas en boca de gobernantes, funcionarios, políticos y candidatos —y que hoy se lanzan rabiosamente a las plataformas digitales como globos de ensayo para ver si prenden, si generan adhesiones, si construyen aliados o si logran imponerse en medio de una coyuntura—, la batalla real no ocurre en los escritorios del poder, sino en la mente y en la vida de la gente.
Porque, por más sofisticado que sea el dispositivo narrativo, quien decide qué relato sobrevive es la ciudadanía.
Es ella la que recibe esta guerra simbólica en medio de mentiras, medias verdades y fake news; en un ecosistema donde más de la mitad de las narrativas que circulan son falsas, malintencionadas, sesgadas o diseñadas para favorecer la mirada de algún poder.
El antídoto no es aplaudir como foca ni repetir como loro.
El verdadero antídoto es pensar: contrastar, verificar, preguntar quién dispara cada narrativa y con qué interés; ejercer una ciudadanía que no se conforme con ser audiencia, sino que busque entender, no solo creer.
Quizás la tarea más urgente de nuestro tiempo no sea elegir entre narrativas, sino aprender a mirarlas de frente sin ingenuidad.
Comprender que detrás de cada relato hay un propósito, un diseño, una intención.
Y asumir, con madurez democrática, que nuestra responsabilidad no es replicar el ruido, sino defender la verdad posible, esa que se construye con criterio, con dudas razonables, con conciencia crítica. Esa es, al final, la tarea de todos.
(*) Richard Guevara Cárdenas
Ex Diputado venezolano radicado en México analista político, consultor en comunicación estratégica y gestión pública. Director de El Observador Global. Es asesor de políticos, campañas electorales, instituciones, gobiernos locales y actores públicos en posicionamiento análisis de coyuntura, narrativa política, opinión pública y crisis comunicacional. Conferencista y articulista en medios latinoamericanos. Miembro de la Asociación Latinoamericana de Consultores Políticos (ALaCoP)
X: @richard_guevara
Instagram: @richardguevarac




