Por: Bárbara Ramírez
El pasado 20 de noviembre de 2025 se llevó a cabo en Bangkok la 74.ª edición de Miss Universo, cuyo lema fue “The Power of Love”. Nadie puede negar la valiente actitud de Fátima Bosch ni la alegría que significó para México que una compatriota se coronara como ganadora. Sin embargo, más allá de la nacionalidad o del triunfo individual, lo verdaderamente importante es preguntarnos:
¿Las mujeres nos sentimos realmente identificadas y empoderadas con los concursos de belleza?
¿Qué es lo que se califica en estos eventos? ¿Acaso no vuelven a colocar a las mujeres en un estado de vulnerabilidad y, sobre todo, de competencia entre nosotras? Durante siglos hemos luchado por demostrar que no necesitamos competir: ni por el amor de un hombre, ni por ser más serviciales, ni por quién es “más bonita”. Esa competencia nos regresa al terreno de la cosificación, nos convierte nuevamente en adornos, en piezas decorativas.
Además, está ampliamente documentado el daño físico y psicológico que este tipo de estándares genera. Un ejemplo trágico reciente es el de la adolescente de 15 años que perdió la vida en un quirófano, intervenida con la complicidad de su madre y la pareja de esta, presionada por cumplir con una imagen de “belleza perfecta”.
Un estudio publicado por Women’s Health señala que las niñas y adolescentes expuestas constantemente a estándares de belleza irreales presentan un riesgo significativamente mayor de desarrollar problemas de salud mental, dismorfia corporal, trastornos de la conducta alimentaria y baja autoestima derivada de la comparación social constante. Todo esto configura una forma de violencia simbólica que se normaliza desde la infancia.
Los concursos de belleza, lejos de empoderar, refuerzan estereotipos imposibles de alcanzar de manera saludable. Después de siglos de lucha por ser reconocidas como sujetas plenas e individuas —y no como objetos—, seguir celebrando este tipo de eventos sin cuestionarlos profundamente nos mantiene en el mismo lugar.
No se trata de minimizar el esfuerzo o la disciplina de las participantes, sino de preguntarnos sinceramente: ¿a qué costo? Porque cuando una niña de 15 años muere persiguiendo esos estándares, ya no estamos hablando solo de “belleza” o “glamour”; estamos hablando de vidas.
Las infancias deberían dedicarse exclusivamente a disfrutar de esa etapa mágica, no a medir su valor en función de cuánto se acercan a un ideal que, en muchos casos, solo existe bajo luces, maquillaje y bisturí.




