El último llamado.
Por: Diego Donaldo Chávez Palmerín
Los gobiernos tienen un sonido. Cuando comienzan, suenan a promesa; cuando avanzan, suenan a poder; y cuando se acercan al final, suenan a silencio. Ese silencio incómodo que no proviene de la serenidad, sino del desgaste.
En los últimos años de todo gobierno, la política se llena de prudencia fingida, de funcionarios que evitan opinar, de proyectos que se posponen “hasta que lleguen los tiempos”. El discurso se vuelve cálculo y el liderazgo, administración del tiempo. Es el instante donde el poder ya no se ejerce para transformar, sino para resistir.
Las y los gobernadores, sin excepción, enfrentan ese momento donde cada palabra pesa más que cada decisión. Algunos entienden que el legado se construye en el cierre; otros simplemente desaparecen detrás de sus voceros. El fin del sexenio no llega con el calendario, llega con el miedo a decidir.
Pero más allá del cansancio político, el último tramo de un gobierno también es una oportunidad moral, es cuando el poder muestra si fue solo circunstancia o convicción. Los buenos cierres no dependen de anuncios espectaculares, sino de gestos sobrios, decisiones que corrigen y mensajes que reconcilian.
Gobernar hasta el final no es insistir en el control, sino dejar una estela de propósito, aunque el aplauso ya no sea automático.
El silencio no siempre es vacío, puede ser también una pausa para repensar, ordenar y corregir el rumbo. En un país donde los cambios se anuncian más de lo que se consolidan, quizá la madurez del poder radique en saber ejecutar más. Porque gobernar hasta el último día no significa resistir el tiempo, sino aprovecharlo para cerrar bien la historia que se empezó escribiendo hace seis años.




