Por: Jaime Darío Oseguera Mémdez
Ayer se conmemoró el centésimo octavo aniversario de nuestra Constitución que ha sido la carta de navegación para el país desde su promulgación.
Las constituciones son la referencia de la identidad política de un país. Ese momento iniciático en el que se definen las prioridades, los principios y valores que defiende una comunidad o una serie de individuos que se reservan para ellos mismos, la capacidad de compartir un espacio y vivir juntos.
La Constitución es el cemento de una comunidad. Obvio si no hay cooperación, solidaridad, estado de derecho, instituciones, prácticas saludables y actores dispuestos, la Constitución termina siendo un papel. Nada más.
En el caso nuestro fue producto de las aspiraciones fundacionales de la independencia. El primer reconocimiento debe hacerse al esfuerzo de Morelos por redactar el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, la Constitución de Apatzingán, que fue al mismo tiempo grito de guerra para la insurgencia y programa político para mostrar que si sabían lo que estaban haciendo: construir un país.
La de Apatzingán precede a la del 1824, que sirvió de recipiente de las negociaciones para acabar la guerra de independencia y definir de una vez por todas lo que queríamos de la nación mexicana.
Las constituciones establecen cómo repartir el poder y como lograr que nadie se perpetúe en el mismo. En la Constitución de Apatzingán, se prohíbe explícitamente la reelección consecutiva: “ningún individuo del Supremo Gobierno podrá ser reelegido, a menos que haya pasado un trienio después de su administración.”
Nuestra vida constitucional es profusa y profunda; rica en ideas como en acontecimientos y ha privilegiado la continuidad de algunos temas que nos definen como mexicanos. Somos producto de esa historia.
En el texto constitucional de 1824 se estableció la prohibición para la reelección inmediata del Presidente. En todo caso lo podía hacer una vez que pasara un periodo posterior a su salida.
Aunque hay una disputa sobre la naturaleza y alcances de los textos constitucionales de 1836 y 1843, ambas se comprometieron más a ser el escenario de la lucha entre centralistas y federalistas; liberales y conservadores cada uno de los cuales querían darle su propio matiz al naciente sistema político.
En los documentos constitucionales de 1836 sí se establece la posibilidad de reelección para el Presidente. En la de 1843 surge esta ambigüedad que tanto gusta y favorece a los políticos en sus proyectos porque no habla del tema. No establece una prohibición explícita.
Muchos de esos principios antiguos, sobrevivieron hasta la constitución de 1857 donde no se estableció una prohibición para la reelección. Los historiadores argumentan que la disputa férrea entre facciones de liberales y conservadores, así como la amenaza constante de golpes de estado, invasiones y revueltas, provocaron esta tendencia a establecer gobiernos fuertes, lo que llevó a las constantes reelecciones de héroes y villanos: Santa Ana, Lerdo de Tejada, Juárez y Porfirio Díaz.
El antireeleccionismo es sin duda el fundamento de la Revolución Mexicana y del régimen que posterior a ésta se instauró durante setenta años. La gran atracción del Maderismo en un primer momento fue justamente su grito de inconformidad contra la dictadura de Díaz y le dio el prestigio que lo llevó a la Presidencia.
El antireeleccionismo se convirtió en el dogma por excelencia de la vida política post revolucionaria en México, hasta que la legión sonorense se las arregló para modificar la Constitución y establecer la posibilidad de una elección no consecutiva del Presidente, beneficiando los apetitos de Obregón y eventualmente los del propio Calles.
Es hasta 1933 que, ante la posibilidad de la reelección de Abelardo L. Rodríguez quien fungía como presidente sustituto, los legisladores decidieron el obstáculo explícito para que “el ciudadano que haya desempeñado el cargo de Presidente de la República, electo popularmente, o con el carácter de interino, provisional o sustituto, en ningún caso y por ningún motivo podrá desempeñar ese puesto.”
El impedimento se extendió a todos los puestos de elección popular y se elevó al rango de postulado máximo en la liturgia oficial. Hay que reconocer que el principio antireelecionista generó una serie de buenas prácticas en el sistema hegemónico del régimen priísta.
En primer lugar ocasionó movilidad política, garantizando el acceso de un mayor número de individuos a los cargos de elección popular. Esa falacia de que si el pueblo bueno quiere que alguien siga gobernándolo es un sofisma de demagogos. A este país le ha funcionado que sus representantes populares sean electos por un período determinado y terminan su mandato.
El argumento esgrimido en la reforma constitucional de 2014 para regresar la reelección de legisladores y ayuntamientos es falaz y falso en el fondo: no es cierto que un individuo se convierta en mejor representante porque pasen muchos años en el puesto; la empiria lo desacredita. Los ejemplos están a la vista. Antes bien se reactivan liderazgos antidemocráticos, aumenta la opacidad y no existe cosa tal como rendición de cuentas en los legisladores ni en los ayuntamientos.
La reforma del 2014 para rehabilitar la reelección fue un acuerdo burdo, mafioso entre la clase política de todos los partidos para perpetuarse ellos mismos en las posiciones legislativas y ahí estuvo el resultado: el PRD desapareció, el PRI está en vías de hacerlo y el PAN no tiene ningún tipo de futuro positivo.
La experiencia deberá estar en la vida institucional de los ayuntamientos y las cámaras mas que en las personas. La reelección limita para no decir que impide el desarrollo político de un país.
Por eso hay que aplaudir la iniciativa que envió al Legislativo la Presidenta Sheinbaum para eliminar de nuestro sistema la reelección. No es útil ni la ocupamos y en el fondo, desprestigia todavía más a la política. Mejor así. Sin tentaciones.