Por: Jaime Darío Oseguera Méndez
Uno de los momentos más importantes de la transición en el viejo régimen, antes de la alternancia política, fue la creación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
Fue a principios de la década de los noventa, cuando se le dio estatus de organismo constitucional autónomo. Ya la Secretaría de Gobernación había creado una instancia dedicada a la promoción de a cultura de los derechos humanos desde finales de los ochenta. Fue la Dirección General de Derechos Humanos. Es lo que a la postre se convirtió en la Subsecretaría que existe hasta la fecha.
Sin embargo se tenía que fortalecer un mecanismo autónomo, independiente del gobierno y con capacidad de contrarrestar los eventuales excesos de los gobiernos. Del poder en general.
La propia página de la CNDH dice “La protección y defensa de los derechos humanos en México fue elevada a rango constitucional el 28 de enero de 1992, con la publicación del Decreto que adicionó el apartado B al artículo 102 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Posteriormente, el 13 de septiembre de 1999, por medio de otra reforma constitucional, se le otorgó a la CNDH autonomía de gestión y presupuesto, así como personalidad jurídica y patrimonio propios.”
No se trató una concesión graciosa de nadie en particular. Fue en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari cuando se propuso a llevar a cabo una serie de cambios que transformaron la fachada del país. Se creó la CNDH después de muchos movimientos, esfuerzos y el establecimiento de organismos locales, algunos autónomos y otros gubernamentales a lo largo de muchos años en el país.
Fue una política de estado que respondió a la demanda ciudadana por acotar el desmedido poder que llegaron a tener las instancias de gobierno que no tenía contrapesos.
Hemos hablado a suficiencia de la naturaleza riesgosa del poder político y la preocupación de mantenerlo contenido. Es decir, garantizar que no se excedan quienes lo ejercen.
El rechazo a las formas absolutistas, totalitarias, dictatoriales en el ejercicio del poder ha sido una preocupación de la ciencia política desde su nacimiento. Ya sea Aristóteles, Maquiavelo, Marx, Weber, Michels o todos sus sucesores, vieron la necesidad de detener los apetitos y excesos del poder que tradicionalmente se manifiestan en la agresión, molestia a los ciudadanos por parte de la autoridad; o por otros ciudadanos.
En teoría, un Estado no debería requerir contrapesos o frenos adicionales que los presentados por la propia división de poderes. Justamente esa es la naturaleza de la misma: garantizar que no sea una persona o un pequeño grupo de personas que avasallen o controlen todos los ámbitos.
Sin embargo en la realidad, en la vida cotidiana, la disputa política ha llevado históricamente a excesos, principalmente de quienes conducen el poder ejecutivo. Lo vivimos en México en la época en la que el Presidente de la República era el jefe de todo: de su partido, de los diputados, senadores, presidentes municipales; de la Suprema Corte y de los sindicatos: los poderes meta constitucionales del jefe del ejecutivo como lo mencionó el Maestro Jorge Carpizo.
Para rematar también decidía las candidaturas de los gobernadores y, más importante que todo lo anterior, a su sucesor. El poder casi total.
Este exceso de poder tuvo consecuencias en el propio sistema y generó oposición férrea; inconformidad, descomposición. Se fue carcomiendo a sí mismo. Inició entonces la búsqueda de un modelo que no sólo tuviera la división de poderes, sino que estableciera otros contrapesos inexistentes en las autoridades formales.
Surge asi paulatinamente el sistema de autoridades o instituciones constitucionales autónomas, que sin ser ni tener las facultades de los poderes constituidos, se convirtieron en un espejo para que los gobernantes se vieran a sí mismos y no cayeran en la tentación de los excesos.
Ese fue el fundamento político en la creación de la Comisión de Derechos Humanos. Confrontar al poder es una decisión seria. En muchos países lleva a la ruina. Resulta devastador para la sociedad cuando es el gobierno quien deja de respetar las garantías básicas del ciudadano.
Nadie debería conculcar el derecho a la vida, la libertad, la asociación, la libre expresión de las ideas. El derecho al tránsito y a decidir una religión; a una educación de calidad y salud que permita una vida decorosa, bienestar.
No debería suceder entre particulares, mucho menos del gobierno contra los ciudadanos.
Siempre ha habido esta propensión a usar la fuerza pública con fines políticos en los estados autoritarios. Perseguir opositores o aplacar contrincantes. Por eso las autoridades protectoras de los derechos humanos deben tener distancia y autonomía de los gobiernos. No deben ser del mismo partido ni cómplices políticos. Ni planilla ni pandilla porque entonces no cumplen con su función.
Idealmente las personas encargadas de proteger los Derechos Humanos deberán ser individuos, hombres o mujeres prestigiados, especializados y fundamentalmente con la libertad de hacer y decir para garantizar límites a los excesos de poder. Contrapesos que no siempre se ejercen a partir de la división entre ejecutivo, legislativo y judicial.
Por eso ha motivado todo tipo de comentarios que el Senado haya seleccionado nuevamente a la misma Presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos aunque no haya sido la de mejores calificaciones en el proceso de designación.
Hubo otras personalidades, con más independencia del gobierno que tenían las calificaciones suficientes para ser elegidas y no llegaron. Son decisiones que trascenderán en los próximos años.
Se acaba un modelo político. Estamos asistiendo a otro, pero aún no sabemos a donde vamos a parar.