Por: Jaime Darío Oseguera Méndez
La diferencia entre un sistema y un régimen político consiste en la manera en que se hace la política en un país. Muchos países tienen el mismo sistema político, redactado en sus constituciones y en las leyes secundarias pero la manera en que funciona en cada uno es diferente.
El federalismo por ejemplo es un sistema político que se adopta en diferentes lugares del mundo como en Estados Unidos y México que, en la letra parece ser muy similar, pero no funciona igual.
Nosotros contamos con estados “libres y soberanos” que tienen competencias y facultades exclusivas a partir de las cuales pueden establecer diferencias en sus leyes, como el Código Penal o el Civil. En algunos casos tenemos Código Familiar cuyas disposiciones hasta hace poco estaban plasmadas en las leyes civiles pero cada legislatura local tiene la libertad de realizar sus propias adecuaciones.
En México, igual que en los Estados Unidos, en cada Estado de la federación se tiene división de poderes por lo que contamos con un legislativo, ejecutivo y judicial. El asunto es que, aunque el sistema sea el mismo, las cosas no caminan de la misma manera.
La cultura, la historia y las prácticas son las que configuran un régimen político. Tenemos en ambos países un sistema de partidos pero allá son dos hegemónicos, no son los únicos pero son los que tienen más del noventa porciento de la votación en todos los niveles.
Tenemos el mismo sistema de republica, federal, con división de poderes y representación política democrática a través de elecciones periódicas y partidos políticos pero no funcionamos igual. El nuestro ha sido históricamente un régimen centralista con un hombre fuerte al frente del poder.
Tenemos un federalismo centralista. Los estados dependen de la federación económica, política y administrativamente. Hay división de poderes pero el Presidente como cabeza del ejecutivo avasalla a los otros dos. Es una ficción. Así ha ha sido desde la invención de México.
Está en la génesis de nuestro país la necesidad de un hombre fuerte. Ya sea a través de los héroes, caudillos o presidentes, parecemos estar diseñados para el autoritarismo más que al funcionamiento legal de la autoridad.
Lo que está pasando estos días en el Poder Legislativo federal con las reformas constitucionales aprobadas, va a provocar en el fondo un cambio de sistema y régimen político. Elegir a los jueces en todos los niveles a través de votación directa no va a cambiar en el fondo el origen de la corrupción y falta de eficiencia en el sistema de justicia. Tampoco es una reforma orientada a fortalecer el Poder Judicial.
Asistimos a un cambio de régimen porque las prácticas para elegir a los integrantes del Poder Judicial lo único que va a propiciar es debilitarlo más. El sistema interno de controles y sanciones a la corrupción estará mediatizado por el poder político que seguramente van a ejercer los grupos de presión que siempre actúan, algunos en la obscuridad y otros muy abiertamente. Estamos hablando de partidos, empresarios, sindicatos, gobiernos, delincuencia, mafias.
La reforma constitucional no debe sorprender a nadie porque el propio Presidente López Obrador la sometió a la elección en junio pasado y ganó abrumadoramente. En ese sentido nadie debería darse a traicionado. El hombre fuerte pidió para su causa, la encabezó, dirige la orquesta y hoy aplica su mayoría para hacer realidad su visión del país.
La elección de jueces por voto popular fragmenta la capacidad del Poder Judicial en sus diferentes niveles, porque la obediencia no proviene de la designación en el legislativo, sino de factores ambientales que son incontrolables por inidentificados. Lo obvio es pensar que los jueces responderán a quienes los impulsen a obtener el voto popular.
En el esquema que está a punto de morir, el pueblo elegía a los jueces a través de sus representantes populares: los electos al legislativo. El sistema había avanzado de tal forma que era una elección en la que el ejecutivo proponía y el legislativo los designaba. Una franca maquinaria de contrapesos.
Ahora será diferente. La iniciativa va a reducir el número de Ministros de 11 a 9 quienes ahora serán electos por 12 años en lugar de 15 como fue hasta ahora. La Suprema Corte sólo sesionará en Pleno eliminando las salas que existían. Se elimina el Consejo de la Judicatura y se ajustarán los salarios de los integrantes del Poder Judicial para que nadie gane más que el Presidente de la República.
Para elegir a los Ministros de la Corte se propondrán 30 candidaturas, diez propondrá el ejecutivo y lo mismo el legislativo y el judicial. Es parte de la crítica. Si el ejecutivo y el legislativo están controlados por una sola fuerza política, dos terceras partes de los candidatos que se van a elegir vendrán del mismo partido, cualquiera que este sea, aunque los elija “el pueblo”.
Lo mismo sucederá en el caso de los Jueces de Distrito y Magistrados que serán propuestos en cada Circuito en las mismas proporciones. Los verifica el INE y se van a una campaña que dura 60 días supuestamente sin financiamiento. Es un modelo que cambia el sistema y el régimen político.
Siempre resulta peligroso politizar la justicia.
El Poder Constituyente Permanente integrado por ambas Cámaras del Congreso de la Unión, Diputados y Senadores, además de la aprobación de la mayoría de las Legislaturas locales ha entrado en funciones para reformar la Constitución. No hay reversa. Es un hecho que en 2025 habrá elección para jueces y magistrados a nivel federal.
La reforma también obliga a los Estados de la República a replicar el sistema, así que los jueces locales tendrán que ir preparándose para asumir las nuevas reglas en lugar de la tan apreciada carrera judicial.
Tendremos un nuevo sistema y régimen político en materia judicial. Sólo el tiempo nos va a decir si fue la decisión adecuada. Ojalá que sí lo sea.