Por: Elizabeth Juárez Cordero
La transferencia simbólica del poder ocurrida en días pasados entre el presidente Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum, es entre las muy distintas interpretaciones, el mensaje inequívoco que es Claudia y nadie más la representante de la izquierda, y en cuyo ángulo del espectro político ha estado situado en cuando menos los últimos veinte años en la figura del propio López Obrador, quien entregó de propia mano el bastón de mando no solo a la depositaria de la continuidad de su proyecto sino también a la aspirante con mayores posibilidades de ser electa la primer mujer presidenta.
La también coordinadora de los comités en defensa de la cuarta transformación, tras un abigarrado proceso de selección al interior del partido gobernante, fue ungida como resultado de las reglas y el procedimiento de Morena, pero acordados abiertamente desde la cúpula presidencial, otorgándole justo en el corazón político de la antigua Tenochtitlán en Templo Mayor; sin discursos o diálogos públicos entre ellos; una doble legitimidad, la de las “reglas” y la del aura que cubre la legitimidad carismática del líder.
A ese y otros simbolismos, se han sumado las denostaciones del presidente contra la eventual candidata de la oposición, Xóchitl Gálvez, haciendo evidente la natural lucha por la permanencia del poder, frente a una propuesta electoral que hace si no peligrar el triunfo morenista, sí promete no hacerla una elección de trámite o un mero cambio de estafeta.
Y en este trayecto de casi diez meses por delante, advierten desde el poder, hacer todo cuanto esté a su alcance, empezando por dejar claro para seguros y titubeantes pero afectos; que no hay coincidencias ni posibilidad de encuentro entre la agenda social y la emergente candidata Gálvez, quien por carisma y atributos propios, pero por estrategias diseñadas, como ocurre con cualquier campaña electoral moderna, se presenta como una alternativa, esa que era impensable hace un par de meses desde la oposición, y para quienes dicho sea de paso, a penas les resulta útil acomodarse en una candidatura, más cercana a Morena que a sus deshonrosas trayectorias partidarias.
Es por ello quizá, que desde el equipo de quien hoy sostiene el bastón de mando, entendidos que el carisma y el liderazgo son intransferibles, colocan su apuesta en el proyecto de la transformación por sobre la persona que la encabeza, en el fin más que en el medio, en la continuidad que se ha apropiado de la agenda social ahora institucionalizada en los programas sociales, en las mega obras y en los principios, que, aunque a veces flexibles dice abanderar, más que en la propia candidata. Pero que tal como lo muestra la historia de la izquierda en nuestro país, ha sido indisociable de la figura del caudillo; de ese que por características naturales o propias, hace del acontecer político oportunidad, por lo que, si bien importa la visión de país, las propuestas y su marco ideológico, importa y mucho también la persona que lo enarbola.
Aun con el respaldo presidencial, el brazo partidista y la maquinaria operativa de la mayoría de los gobernadores de los estados, encargados de aceitar las estructuras locales en apoyo a la candidata, la estrategia que viene para Claudia obliga a confirmar su propio liderazgo, ese que a diferencia de los hombres se nos exige a las mujeres, probarnos y defender reiteradamente el lugar ganado, por méritos propios y sin dependencias o ligas con el mentor o padrino político, generalmente hombre.
Pero también, porque la propia dinámica del poder lo exige, ejercer el poder y tomar decisiones, hacer del báculo lopezobradorista un elemento de cohesión interna que permita construir desde adentro del partido gobernante un liderazgo sólido que se traslade a la contienda electoral, una vez iniciadas formalmente las campañas, y que, sin duda, va más allá de la repartición de cargos honorarios a sus compañeros de la contienda interna.
El reto implica entonces, construir un liderazgo desde el obradorismo, que más que apuntar al desprendimiento o diferenciación sobre los temas cuestionados del sexenio, tal como lo han sugerido no pocos analistas, requiere distinguirse por voluntad o por fuerza de la manera de entender y ejercer el poder; es decir, hasta hoy basta con un manotazo de López Obrador para acatar o determinar el rumbo de cualquier tema al interior del partido o del Gobierno, toma decisiones unilaterales e incluso autoritarias, porque puede, pero esa no es por ahora la circunstancia de Claudia.
Ello por sí mismo obliga a hacer política desde un lugar distinto, claro desde sus fortalezas, como es el innegable respaldo presidencial, con todo lo que trae consigo, pero aún más desde sus debilidades, hacer política en el equilibrio y el reconocimiento de los otros radios de poder, confirmar su posición como puntera en las encuestas y su eventual triunfo, requiere acordar, pactar y dejar los menos heridos en el camino, implica generar equilibrios e impulsar consensos. La primer prueba de fuego está puesta en marcha en el proceso de selección de las candidaturas por las 9 gubernaturas, que junto con la suma de cargos a disputarse de manera regional el próximo año, será determinante para observar si hay en Claudia Sheinbaum y su candidatura una líder política en potencia, que se construye, que sabe leer la realidad política como sus alcances y circunstancia personal; vamos, que hay Claudia más allá del bastón de mando.
Corolario: El reto de la candidata opositora es justo el inverso, pasar del tono popular y pendenciero, reactivo, a una candidatura que trascienda la emoción del escenario posible que arrebate el poder a Morena a un proyecto de gobierno. Pero ese será motivo de otra entrega.