Hace una década los artesanos de Capula decidieron tener un su propia casa, es decir, en las calles aledañas a la parroquia dedicada al Señor Santiago, la feria de la “catrina”, de las peculiares artesanías cuyas piezas de barro y estilizadas pintarrajeadas de muchos colores, muestran a mujeres y a hombres, catrines, en diferentes etapas y posiciones, pero siempre con su sistema óseo bien reluciente y brillante. Muertos todos, pero vivos todos.
En Capula es famosa, como entradas atrás lo he dicho, la florecilla pintada llamada “flor de capula”, usada para rematar o rellenar vasijas de barro. En esta población el arte de tomar, amasar, cocer y pintar el barro se aprende junto a caminar y hablar. Aquí se nace con título de artesano.
Con una bonita catrina gigante en la glorieta que tras el letrero verde sostenido con patas metálicas se lee: Capula, y la Catrina monumental lo adorna. Así ha decidido recientemente identificarse el pueblo. No saben los lugareños, a ciencia cierta, desde cuándo confeccionan esta distinguida artesanía de México para el mundo, pero están ciertos que el barro que la hace posible lo trabajan desde antaño. De hecho, como imagino que ya lo estás pensando, desde ya debes traer en la mente el dicho popular “eres como una ollita de Capula…”.
Las calles principales de la parroquia y de la plaza están empedradas, pero el resto entre asfalto y terracería van dibujando la peculiar manera de arreglar de los artistas que se interesan más en el barro que en otros entornos. El escenario es totalmente lógico: viven absortos en lo que más les atrae: el barro y todas las formas que de él salen.
Para muchos artistas que modelan materiales como las diferentes piedras y el barro, se trata de descubrir la forma que la mente ya ha encontrado en la materia que trae el artesano entre manos. En Capula son expertos para encontrar catrinas y catrines además de ollas.
En octubre y noviembre el pueblo se convierte en una ciudad de los muertos, pues aparecen lindas señoritas y señoras con niños en brazos, señores y señoras con sus múltiples oficios, desde el carnicero hasta la que vende gorriones, incluso el cura y la monja tienen su espacio en la civilización que llena las calles mientras los curiosos turistas buscan adquirir algún personaje de estos mencionados. Sin embargo, por altos y chaparros, jóvenes y viejos, elegantes y descompuestos, todos ellos están muertos, pero a la vez andan ahí, vivitos y coleando.
Cuentan los artesanos que no faltan los reporteros escasos de contextos y que asombrados de tanta algarabía con la muerte por aquí y por allá escriben difamaciones engañosas para medios escritos y digitales que al final del día hablan más mal de los escritores por advertir que en algunas zonas mexicanas la muerte es venerada. Los artesanos de catrinas de barro saben, como aquellos de las calaveritas de dulce, que de la muerte se vale sonreír un poco. Pues si bien es doloroso la pérdida de los seres queridos, la algarabía de las tradiciones mexicanas que tienen por objeto la muerte ayuda a mitigar el dolor, recordando que los que ya se han ido no lo han hecho del todo pues sus presencias andan por aquí y por allá.
Los creyentes en Cristo y que se reconocen Iglesia no tienen prohibido poseer, regalar o coleccionar estas piezas artísticas, pues las sonrisas respetuosas que surgen con el encuentro con una catrina tiene como telón de fondo que la muerte ha sido vencida por Cristo con su resurrección, que el amor es más fuerte que la muerte (cfr. Ct 8,6) y que ya vivamos o ya muramos del Señor somos (cfr. Rm 14,8).
En Capula las catrinas danzan, deslumbran y catequizan. Es un acceso que va de la belleza a la Belleza, de los talentos de los artesanos a las palabras graves y firmes de Jesús: “El que cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11,26).
P. Francisco Armando Gómez Ruiz.