En alguna ocasión, comentado la música como puerta de entrada a la belleza, había escrito sobre la importancia del silencio para producir música, y hoy, justamente hoy, es el momento propicio para describir el pórtico del silencio que habla elocuentemente de la belleza.
Aunque insistan una o mil bocas en llamar al sábado santo “sábado de gloria”, no estaré de acuerdo. Este día, hasta que el sol se oculte, será un día de especial solemnidad donde la fiesta se hace con acordes llenos de silencio.
Ningún día del calendario litúrgico es tan riguroso como hoy en el trato de memoria, fiesta o solemnidad. Así de fácil: hoy no hay cosa alguna, todo está inundado por silencio. Los atrios están vacíos, las campanas de los grandes y chicos campanarios no llaman para situación alguna. La tradición de la Iglesia sólo invita a que los sacerdotes y otros ministros visiten a los enfermos que lo necesiten y el resto de la jornada se dedique a la oración silenciosa y a realizar todos esos preparativos que se piden para la vigilia pascual, para la noche de las noches.
En el profundo y gran silencio es donde se preparan los grandes eventos de Dios. El actuar de Dios nunca está precedido por fuertes tumultos ni por maraca ruidosa alguna, cuando Dios va a actuar lo hace mientras un aliento de silencio lo inunda todo, a tal punto que parece que Dios enmudece o abandona, y justo cuando el clima así esta, es cuando Dios se prepara para actuar portentosamente.
El controversial cardenal Robert Sarah en su best seller del mundo literario católico, La fuerza del silencio, señaló que nuestra época no era amiga del silencio y por tanto de la profundidad de pensamiento, y así está negada al escenario donde Dios se muestra, indicó con ello lo importante de vivir el silencio en la liturgia, pues éste es un espacio para tocar a Dios. Este sábado santo es exactamente esto: el tiempo en el cual Dios toca nuestro corazón con el silencio.
El silencio es el punto desde donde parte una melodía y donde ella termina. El silencio es, de hecho, más constante y permanente que cualquier palabra o ruido alguno. Quizás, por más que insistamos en autodefinirnos como parlanchines, al final de la jornada somos más silencio que ruido. Despertamos y dormimos con un punto de silencio de arranque y de llegada. El silencio nos rodea, en el fuimos concebidos y en el silencio partiremos. En el principio no se escuchaba cosa alguna y en el final así mismo será. Por ello no falta el teólogo que piensa que el gran final, la transformación del universo vendrá como un susurro, cual vocecita dulce que de repente anuncia, sin más.
Una vez que Jesús murió en la cruz vino un profundo silencio que estremeció a la tierra entera. El sacrificio había sido cumplido. Para algunos fue un asesinato sin más, para otros el justo pago por faltar a las leyes religiosas y civiles de un hombre que quiso ser Dios y que provocaba cierta desobediencia a la autoridad civil; para nosotros la muerte de Jesús significa vida, entrega, sobreabundancia de amor.
Contemplemos en silencio a Jesús que murió, pues en el mismo silencio solemne resucitó. Se lo podríamos preguntar a la noche y ella nos respondería con un sí. La belleza se encendió en una vigilia silenciosa.
P. Francisco Armando Gómez Ruiz