Por: Jaime Darío Oseguera Méndez
Nadie pone en tela de juicio que los partidos políticos son entes profundamente desprestigiados en México. La culpa la tienen los individuos que los integran, por los magros resultados a que llegan todos cuando son gobierno, pero también por el funcionamiento enfocado a sus propios problemas más que a los de la gente y por ser fundamentalmente costosos. A fin de cuentas los partidos son organizaciones que existen a través de los ciudadanos que las integran.
Es un lugar común decir que los partidos son culpables de muchos de los problemas que tenemos en el país, de algunos excesos y muchas de las insuficiencias en materia política y en otros ámbitos. Sin embargo los partidos políticos son el reflejo de nuestra realidad; no son objetos voladores que vengan de otro planeta. Son entes integrados por ciudadanos locales, reales, de carne y hueso, espejo de lo que somos, de nuestra cultura política. Una máscara de nosotros mismos.
El bien ganado desprestigio tiene su origen básicamente en dos elementos. El primero lo define Michels como la Ley de Hierro de la Oligarquía. Los partidos en tanto organizaciones, exhiben la tendencia a ser controlados por unos cuantos, que acaparando el poder, terminan tomando las decisiones y asumiendo los cargos relevantes.
Todos quieren entrar hasta arriba, porque son ostensibles las prebendas para los dirigentes. Esto provoca que quienes no logran acceso a los recursos finitos de los partidos, específicamente cargos de dirección, recursos económicos y candidaturas, busquen espacios en otros partidos, lo que acelera la danza de las candidaturas: la mezcolanza.
Otro elemento de desprestigio es la gran cantidad de dinero que se genera para el funcionamiento ordinario de los partidos y, de manera más alarmante, para el desarrollo de las elecciones. Es necesario pagar por un buen sistema de distribución del poder pero en un país con tantas carencias es vergonzoso que se invierta tanto en repartir el pastel. Tantos recursos despiertan de manera natural la ambición.
La danza de las candidaturas está entonces activada por estos dos elementos: las posiciones y el dinero. Esto explica por que no hay una discusión de fondo sobre cuestiones ideológicas, ni planteamientos específicos sobre temas concretos.
En la danza de las candidaturas lo que importa la persona y no el programa. Se han desprestigiado tanto los partidos que hoy ha permeado y prevalece la creencia de que el programa, las ideas, los posicionamientos, las propuestas en los hechos son irrelevantes: lo que importa es el mono.
Así el pleito es por la imagen, los espectaculares, la mejor foto y la sonrisa. Política ficción en tiempos de inmediatez y pandemia.
Lo anterior ha provocado una mezcolanza tremenda en las candidaturas. Todos los partidos andan a la caza de un pequeño núcleo de representantes de la clase política que se mueven de un lado para otro. Es la temporada alta de los tránsfugas, muchos de los cuales andan de partido en partido viendo la mejor manera de establecerse. Juegan mal pero se acomodan bien.
Muchos partidos, principalmente los minoritarios, están como aves de rapiña esperando que a las grandes coaliciones se les vayan militantes distinguidos, abandonen el barco, se peleen por las candidaturas o simplemente sean objeto de cooptación.
Es la guerra y en la guerra de la política al parecer todo se vale. En el fondo es una dinámica nociva que provoca un brincadero de militantes de un lado a otro. Sucede en todos los niveles y tal vez sea más emblemático en el municipal, donde en este momento se están seleccionando las planillas para contender a los ayuntamientos.
El detrimento de esta mezcolanza es claro y avasallador. En la búsqueda de votos, antes que de candidatos, no creo que se privilegie la candidatura de los prestigiados ni veo que puedan aparecer los hombres y mujeres de ciencia, cultura o las artes. Tal vez ni siquiera les interese.
En el uso de su derecho, ya se encuentran apuntados algunos cantantes, lideres de la lucha libre y entretenedores que bien pueden aparecer en cualquier denominación política. No se trata de ser puristas, ni escandalizarse por el pragmatismo de quienes buscan votos para conservar sus privilegios en las dirigencias de los partidos.
Tampoco es una apelación en contra de la heterogeneidad de realidades que vivimos, con una pluralidad de formas de ser y de pensar. El punto es que esta mezcolanza en la que los partidos cambian de candidatos y los políticos cambian de partidos, no se alcanzan a distinguir las ideas y eso es demasiado grave para la democracia.
El verdadero ciudadano que está fuera de la esfera política raramente participa de esta orgía. Es un pastel y un majar que se disputa y se distribuye entre un pequeño grupo. La oligarquía tutifruti que más tarda en ser rechazada de un color cuando ya aparece camuflada por otro.
El riesgo está en la consecuencia: una cultura política de poco interés y participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, lo que retroalimenta la posibilidad de que unos cuantos, esta vez sí de diferentes colores, tomen las decisiones sin necesidad de que haya alternativas u oposiciones reales, informadas, inteligentes.
Hay un riesgo adicional, que ganen los que tienen más dinero o mejores sonrisas sin que sean relevantes sus propuestas. Corremos el riesgo de que sea como las peleas en lodo: un espectáculo muy aplaudido, donde nadie sabe quien es quien y que termina por satisfacer la morbosidad del espectador sin ir al fondo de la problemática.
Esta rotación constante de ciudadanos que obtienen candidaturas en diversos partidos deberá ser sin duda objeto de estudio de los académicos y politólogos.
Nadie está en contra de que todo mundo participe y terminen ganando quienes no tienen formación o capacidades para aportar ideas y propuestas. En la democracia gana el que tiene mas votos, pero eso no es lo que está pasando aquí: lo que tenemos es una mezcolanza de personajes, muchos de los cuales, no tienen ni la menor idea de lo que están haciendo.