Una mirada diferente a la misma historia
El pavo real, escaso en la granja común, es una hermosa ave proveniente de la India que en la antigüedad se posicionó como un signo de inmortalidad, pasando a la cosmovisión cristiana como un claro símbolo de la resurrección de Cristo, pues algunos tenían la teoría de que la piel del pavo real era inmortal, pues duraba mucho tiempo en descomponerse después de la muerte del ave, y porque en primavera, época de la pascua, así como el pavo real cambia totalmente de plumaje, así Cristo resucitó. En los decorados de las catacumbas romanas aparecen los pavos reales, en paredes o en sarcófagos, pero sin lucir sus plumas de variadas tonalidades al acompañar el recuerdo de aquellos que ya partieron a la patria eterna, pues se consideraba vanidad. Aparecen los pavos reales flanqueando algún cáliz, bebiendo de una fuente o simplemente acompañando algún símbolo cristiano, pero sin mostrar la galanura del plumaje.
Durante varios meses estuve rastreando por doquier un ejemplar de El agua envenenada, pero muchas librerías desanimaron mi búsqueda indicándome que no aparecían más libros en existencia en sus bodegas y que quizás la solución estaba en adquirir esta obra del periodista Fernando Benítez (1912-2020) en su versión digital. Y como soy un apasionado de la lectura de tinta y papel, me resistí hasta que Fondo de Cultura Económico de Morelia satisfizo mi sed.
La portada del libro, teñida con colores rojiazules y un amarillo claro en el fondo, mostrando claramente el perfil de un pavo real esponjado y luciendo todo su arsenal de belleza, pero sobre un gran manantial de sangre desde donde su centro surge una mano, no la pude entender sino hasta haber concluido el libro. Me atreveré, a su tiempo, a espoliar esa escena rica en contenido que fluyó de la pluma de Benítez.
Quizás antes ya se los había platicado, pero un servidor es originario de la antigua Taximaroa, en el oriente de Michoacán. Cuento este dato porque el viaje al pórtico de hoy lo daremos en esas coordenadas, con unas décadas de distancia, pues iremos y vendremos al 1959, pero siempre en Taximaroa.
Poco a poco se posiciona como un clásico de la literatura mexicana la novela histórica El agua envenenada (1961) del periodista Fernando Benítez. De hecho, quizás es una de esas novelas que por sí sola, aunque tiene una confección con buenos acabados y una trama exquisita que mantiene al lector atrapado en la historia de aquel cacique, Ulises Roca, sin embargo, el éxito de esta novela está en el contexto histórico sobre la cual fue erigida: la historia trágica de un pueblo que, cansado del nuevo cacicazgo, pues el anterior había sido abolido por las leyes mexicanas, asesina a don Aquiles de la Peña, nombre real del villano de El agua envenenada. Se trata de algo que pudiera llamarse novela histórica, pues Fernando Benítez, entonces de no más de cincuenta años de edad, haciendo gala de su oficio, anduvo dando vueltas entre Ciudad Hidalgo, Tuxpan, Zinapécuaro y Morelia para no dejar hilo suelto. Es decir, la historia ya estaba hecha, y se trataba de una gran historia, sólo hacía falta una pluma maestra que la pusiese por escrito. Fernando Benítez, gracias al periodismo, pasó a la literatura.
Para los que ya han leído esta admirable pieza, y dando un pellizco a los demás para que se animen a leer este libro breve, sabemos que el narrador de toda la historia es un sacerdote, quien fungía como párroco de Taximaroa, después Villa Hidalgo y ahora Ciudad Hidalgo, Michoacán. Un sacerdote, bastante bien tratado por la pluma de Fernando Benítez, como el narrador de una tragedia digna de los pueblos provincianos de mitad del siglo XX. Lo que allí se cuenta seguramente ha sucedido en muchos pueblos más. Resulta interesante la elección que hizo Benítez al elegir a un padre como el narrador. No, miento, no es interesante, pues fue su mejor opción, ya que para la época y el espacio geográfico, poner en los labios del párroco la historia contada es darle credibilidad a la narración, pues el sacerdote era uno de los mejores enterados de las hazañas del pueblo, además de que la acción de él es importante en la sucesión de los hechos.
Buscando comentarios sobre la obra y sobre mis intenciones al escribir este artículo, me topé con un blog de un sacerdote paulino, Juan Manuel Galaviz Herrera (+2019), autor de un par de textos de corte religioso, quien en una serie curiosa e interesante explora el perfil sacerdotal pasando por la lectura de obras de literatura clásica, exponiendo los porqués del buen o mal trato del escritor para con el sacerdote. En esta serie de artículos titulada El sacerdote en la novela mexicana, el padre Galaviz dedica una entrada exquisita a El agua envenenada, recogiendo una entrevista que en 1979 realizó él mismo al padre José Reyna, párroco de Taximaroa.
La lectura de la pieza es ágil, logra atrapar al lector metiéndolo no sólo en todo lo que aconteció para que un pueblo tomara las armas para asesinar al que consideraba su verdugo, sino que además hay más: la historia fluye desde la confesión del cura del lugar, quien entre relato y relato, pues debe enviar un dosier a su obispo, va reflexionando hasta dónde llega su responsabilidad de los hechos. La historia abre en la catedral de Morelia y cierra en el curato de Ciudad Hidalgo. En el drama que relata el sacerdote, así como entran y salen los personajes y acaecen los hechos, también así se va tejiendo una reflexión sobre tópicos tan importantes como la libertad, la autoridad, la violencia, la democracia, la insurrección, la educación de la juventud y el rol del cristianismo en medio de todo este juego de muchos actores.
El cura de Taximaroa y el cacique del pueblo se encontraron solo dos veces en la narración. En el primer encuentro, largo y muy denso, precisamente las advertencias del padrecito son revocadas por acusaciones sutiles de complicidad para con él. Así es, lo estás leyendo bien. El cacique reprochará con finos argumentos que traspasarán la conciencia de aquel sacerdote, que, en el fondo, él está más de su lado que del pueblo. Esta acusación indirecta pero astuta llegó al pecho del padre en un afortunado pero mal momento, pues justamente antes ya el clérigo se había cuestionado su acción pastoral en estos términos: “hubiera preferido un poco menos de culto y un poco más de justicia y libertad”. Por estas y muchas otras reflexiones que surgen en la novela que en su forma es el informe de un cura de aldea a su obispo, esta obra no sólo se instala en la sección de la literatura clásica mexicana, sino en uno de esos textos que jóvenes seminaristas y sacerdotes han de leer como parte de su espiritualidad sacerdotal.
Todos los miembros de un pueblo o ciudad pueden verse descritos en esta atinada narración de Fernando Benítez: estudiantes, comerciantes, policías, amas de casa, profesionistas, artesanos, maestros y religiosos. Pues el viaje lo daremos de ida y vuelta, viendo las luchas de allá para descubrir las de acá.
El agua envenenada fue la misteriosa calumnia u oculta realidad que brotó cual rumor en un pueblo y que detonó todo el odio que tres décadas atrás fue naciendo y reproduciéndose en el colectivo. El agua envenenada fue el grito de todos y de nadie que avisó que el tiempo había llegado y así la injusticia debía parar. Era plena semana mayor de la Pascua, el cura y sus vicarios hacía tres días que habían cantado el pregón pascual y habían bendecido el agua, pero en un par de horas más ya había desaparecido el recuerdo del agua santa para que se introdujera aquella envenenada. “Que nadie beba agua en tu casa. Ha sido envenenada”.
El pueblo que religiosamente celebraba la santa Pascua, se había empecinado en derramar no sólo la sangre de su opresor, sino también de muchos de los miembros del pueblo, quienes en plena revuelta perdieron la vida, permaneciendo en los días de dolorosa pasión y muerte. Quizás el periodista Benítez nunca pensó que alguien, trastocando su texto, fuera a decir lo siguiente, pero me veo en la necesidad de enlazar la conclusión de este comentario con el inicio, pues exactamente cuando sale el señor cura de la casa asediada por la muchedumbre, encuentra tirado y en un rojizo charco de sangre el cuerpo sin vida de Ulises Roca, es decir, de Aquiles de la Peña. Entonces se acerca uno de los pavos reales que el ahora difunto tenía en su jardín. Se posó aquella ave majestuosa exactamente sobre la sangre derramada, como si reconociera a su amo -así sugerido por el escritor- y en ese contraste de sangre derramada y presencia de la resurrección en el pavo real, el pueblo mismo se abalanzó sobre la fina ave para quitarle las plumas, de tal manera que cuando instantes después el párroco buscó con la mirada al pavo real, lo vio por ahí desnudo y medio maltratado. Es como si la furia del pueblo incluso hubiera querido impedir el sólo deseo de vida eterna para aquel desgraciado muerto.
Los hechos sucedieron en 1959, y el libro fue publicado en 1961.
P. Francisco Armando Gómez Ruiz