El triunfo o el éxito. Llámale como quieras llamarle. Lo cierto es que a esta vida hemos venido a vivir y a vivir a lo grande. Desde niños nos educan para alcanzar, para pasar, para obtener, para terminar, para llegar. Lo objetivos parecen claros: culminar un año académico, tener el regalo, ser grato a los ojos de alguien, conquistar a alguien más, etc. Objetivos a largo y corto plazo por doquier. Pero, ya en serio ¿qué queres alcanzar? La gloria parace ser la palabra más sintética y más amplia en todo el sentido de la palabra, pues deja satisfecho al espíritu más pragmático y a aquel más religioso. Todos comenzamos cualquier actividad material o espiritual y esperamos haber alcanzado con ella lo que teníamos proyectado.
Perdona que siga en la ruta de la literatura clásica que va pasando por el siglo XX en Gran Bretaña, pero justo ahí el autor de Las crónicas de Narnia escribió un curioso libro titulado El peso de la gloria. ¿Qué piensa del tema? Para él la gloria le sugiere dos cosas: “una de ellas la considero perversa y la otra ridícula”. Vamos a ver de qué se trata. “Para mí la gloria significa o bien la fama, o bien la luminosidad”. ¿Entonces? Dejémoslo terminar. “En cuanto a la primera, si ser famosos significa ser más conocido que otros, el deseo de fama me parece una pasión competitiva y, por lo tanto, propia del infierno antes que del cielo. En cuanto a la segunda, ¿quién quiere convertirse en una bombilla (foco) viviente?” Con tal seriedad y remate de humor, Lewis nos ayuda a terminar de insertarnos en el Pórtico de hoy: la gloria.
¿Qué sentimos cuando tenemos un triunfo en la vida? Mariposas en el estómago, ligereza al caminar, omnipotencia, ¿qué más? Una alegría que viene de lo pronfundo y sale al universo completo. Aquí están algunas notas sobre la gloria. Pero ¿cuándo la gloria es más robusta? Cuando ella es el efecto tras haber conquistado un bien grande, gigante, digno de nuestro espíritu. Los cristianos sabemos ubicarnos muy bien al respecto gracias a lo que llamanos cielo o vida eterna. Nada más grande o más robusto que este fin altísimo y siempre último, el encuentro con Jesucristo. De hecho, todas las demás experiencias de gloria no se comparan con esa gloria esperada. Diría San Pablo: por eso corremos con fidelidad en medio de los peligros de la vida, pues esperamos recibir la corona que no se marchita (Cfr. 1Cor 9,24-25).
La verdadera gloria es una mezcla de dos ingredientes: placer y disciplina. Cuando un gusto o un querer tiene una cantidad alta de placer y poco o nada de disciplina, es decir, de esfuerzo que siempre lleva una pizca de dolor, será una gloria muy pasajera, sin alcanzar jamás el estatuto de “gloria”. En cambio, aquellos objetivos altos y así concentrados de disciplina y un placer en pocas dosis al comenzar, pero con una profunda alegría al terminar, son ellos la ruta de la felicidad.
Vamos a disfrutar de las alegrías de cada día, de las satisfacciones robustas que llegan de estación en estación para llenar nuestra vida de gozo. La belleza es precisamente esto: el regocijo de un encuentro.
P. Francisco Armando Gómez Ruiz