Por: Hugo Rangel Vargas
El destino ha querido que nuestro país se encuentre con una misma tragedia en una misma fecha y con apenas 32 años de diferencia. Sin embargo, los sismos de 1985 y 2017 no sólo marcaron a la conciencia nacional con el dolor de nuestros muertos y de nuestras pérdidas. A ello, sobrevino una potente capacidad de organización ciudadana y una abrumadora solidaridad; pero también la evidencia de la miseria humana que caracteriza a una buena parte de la clase política que gobernaba al país en aquellos momentos.
Estas dos constantes tan divergentes afloraron muy pronto. No pasaron ni siquiera horas de que los edificios se habían derrumbado, de que el país estaba hecho trizas; no acababa de aterrizar el asombro, cuando el gigante se levantó. Ese monstruo amalgamado con el espíritu de la solidaridad y movido por el dolor ajeno, acumuló miles de brazos y de piernas, aglutinó a millones de corazones y de almas trascendiendo incluso las fronteras de país.
Ese héroe anónimo era el extraordinario pueblo mexicano quien rebasaba al desdén gubernamental de 1985 y al cálculo político y presupuestal de 2017. No había poses falsas, ni cálculos de corrupción o ganancias mezquinas; era el ciudadano de a pie quien ofrecía a su prójimo víveres, esfuerzos, sudor, lágrimas, hombros para llorar el dolor, sangre y empatía. Frente a ello se levantó el muro que dividió a la indolencia gubernamental de la enorme fraternidad de la población.
Muestra de esa frivolidad es el hecho de que el gobierno de López Obrador ha dado a conocer recientemente el inicio de investigaciones sobre posibles desvíos de los recursos destinados a la reconstrucción de viviendas, infraestructura social, educativa y de salud en los estados más afectados por el sismo ocurrido hace dos años.
Y es que la serie de denuncias que se presentaron los días posteriores al 19 de septiembre de 2017,acerca del mal uso de los recursos y apoyos que eran acopiados incluso por la propia sociedad civil, fueron apenas la punta de un inmenso iceberg que hoy se revela.
Si el sismo de 1985 había dejado herido de muerte al régimen político de un sólo partido, el de 2017 fue el preludio de la extinción de los partidos políticos tradicionales. Ambos terremotos agitaron maremotos sociales que derivaron en auténticos tsunamis electorales. En el caso de 2017 basta ver el resultado electoral en los estados afectados por los sismos.
En el estado de Morelos, Graco Ramírez y el PRD fueron avasallados por el voto antisistema que favoreció al emergente Cuauhtémoc Blanco. En la Ciudad de México, Claudia Sheimbaum redujo a cenizas a la maquinaria perredista y a Miguel Angel Mancera. La misma suerte corrieron los partidos políticos de los gobernadores de Chiapas y de Veracruz.
Pero ello no será suficiente. La displicencia del gobierno de Miguel de la Madrid y de sus funcionarios, ya no será posible castigarla. Sin embargo, sería un acto de justicia mínima, de elemental aplicación de la ley y de homenaje histórico a los dolidos; el castigo a los culpables de los desvíos millonarios de recursos que estaban destinados a la reconstrucción después de la tragedia de hace dos años. Aquí no puede haber ni perdón, ni olvido.
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