(Breves reflexiones sobre los Arreglos del 22 de junio de 1929 y su vigencia)
Por Teresa Da Cunha Lopes y Teresa Vizcaíno López
Resumen:En la Conmemoración de los 60 años del final de la Cristiada me parece oportuno republicar algunas reflexiones ( basadas en un artículo más extenso de la autora y de Vizcaíno López ) sobre la construcción del estado laico mexicano , como una consecuencia directa de la vigencia, por lo menos hasta la década de los años noventa del siglo pasado, de los “ arreglos del 1929” que ponen fin al periodo activo de la guerra “civil “ conocida como “Cristiada”
Morelia , 22 de Junio 2019.- Ciertamente, la guerra cristera dejó una huella profunda en la vida pública mexicana. En un sentido, aclaró la disposición de grupos dentro de la iglesia católica, al confrontarse con los líderes de ésta; los líderes formales del catolicismo mexicano, especialmente sus obispos, fueron obligados a desarrollar estrategias autónomas de organización y financiamiento de sus actividades. Por su parte, las autoridades civiles reconocieron la imposibilidad de operar el modelo de relaciones Estado mexicano e iglesias definido por el texto original de la Constitución de 1917; este modelo había hecho del catolicismo mexicano un caso atípico, cuando se le compara con las experiencias del catolicismo en el resto de Hispanoamérica.
El resultado de la guerra cristera simbolizó el fracaso de la rebelión armada frente al modelo de la Revolución mexicana y trajo consigo el predominio de la corriente moderada dentro de la iglesia católica.22 Esta estrategia del Episcopado, establecida por Roma durante los años treinta, generó resistencia por algunos católicos mexicanos, reacios a un compromiso eclesial con los regímenes de la Revolución; empero, las fuerzas cristeras relativamente apaciguadas, se reacomodaron bajo la supervisión de los triunfadores.
Pese a ello, la relación entre gobierno mexicano e iglesia católica consistió básicamente en la aceptación eclesial de que el terreno de lo social era monopolio exclusivo del Estado; por lo tanto, en la práctica fue una aceptación del rompimiento de la integridad católica, en aras de una tolerancia y libertad, principalmente, en el terreno educativo.
Los gobiernos constitucionalistas nacidos de la Revolución mexicana y la iglesia católica después de los acontecimientos acaecidos por sus posturas radicales tuvieron que pactar en pro de reestablecer el orden y afianzar recíprocamente sus cotos de poder. Así, con los arreglos alcanzados entre ambas cúpulas de poder se empezó a perfilar un escenario pacífico, aunque con latentes amenazas de inestabilidad social. De ahí, que el gobierno civil y la jerarquía eclesiástica percibieran con recelo diversas medidas utilizadas por sus “adversarios ideológicos”, ya que lo estimaban como parte de una estrategia para acabar con el poder del otro; no obstante, la prudencia y la tolerancia empezó a presentarse, por agentes de ambas esferas de poder, en pro de un proyecto de estabilidad nacional. Empero, implicó un reacomodo de las relaciones entre el Estado mexicano y las iglesias, donde los valores y principios religiosos recogidos en la obra diseñada por los constituyentes de Querétaro eran, en el mejor de los casos, sólo letra muerta.
Otra consecuencia clave de la guerra cristera para el futuro de México fue su contribución en la conformación del movimiento social y del partido político de distinta orientación ideológica. El más importante de todos fue, durante la década de los treinta, el sinarquismo; un movimiento social de base católica y campesina, que nutrió primero a la Unión Nacional Sinarquista y durante las décadas de los setenta y ochenta del siglo veinte, a varios partidos políticos, como el Partido Demócrata Mexicano y la Unión Nacional Opositora. Durante los noventa, esta vertiente política se agotó y terminó fusionándose en el Partido Acción Nacional. Lo cierto es que la recomposición de las fuerzas sociales en el seno del Estado mexicano, se produjo no sólo gracias a la tolerancia en materia religiosa, si no a la complacencia y hasta la complicidad entre el Estado mexicano y la iglesia católica que condujo a la ineficacia del ordenamiento en materia religiosa y a una regulación “contractual” por los agentes partícipes en las relaciones Estado-iglesia, pues como afirma Jiménez Urresti, “En el Estado y leyes de México se notaba, muy destacado, el divorcio entre la normativa jurídica y la realidad social, en materia de libertad religiosa: iban diametralmente disociados, por desconocer a las iglesias.”
Durante los años de lucha, el Estado mexicano y la iglesia católica habían mantenido negociaciones secretas; como resultado de las conversaciones que sostuvieron estas potestades, apareció publicada el 22 de junio de 1929, la nota de las declaraciones que el Presidente de la República hiciera del conocimiento público.18 Precisamente, la llamada guerra cristera concluyó con los “arreglos” entre la jerarquía católica con el gobierno mexicano, con un acuerdo: no derogar las disposiciones constitucionales sobre la materia del factor social-religioso, sólo no aplicarlas. Al hacerlo así, se constituyó en las relaciones Estado mexicano e iglesia católica lo que se ha calificado como un modus vivendi, un modo de vivir entre las autoridades civiles, que optaron por no aplicar las leyes, y las autoridades religiosas, que decidieron no disputar de manera pública las condiciones que les habían sido impuestas.
A partir del 30 de junio de 1929, los templos católicos fueron reabiertos al culto público; sin embargo, la reapertura de los templos no significó el retorno automático a la paz social.
La guerra se dio por terminada, sin el consentimiento de los que intervinieron en la lucha; los cristeros se sintieron traicionados.
Al considerar que los ex-cristeros, sobre todo los jefes, amnistiados o no, significaban un peligro latente de guerra, incumpliendo lo estipulado en los arreglos de paz, con respecto a las garantías, a la amnistía y a la indulgencia del Estado mexicano, en diversas regiones del país, por orden de las autoridades locales, apenas desarmados, los oficiales cristeros eran asesinados.
Ante el hostigamiento, provocación y atosigamiento a los ex combatientes cristeros, algunos miembros de organizaciones católicas empezaron a reanudar sus actividades bélicas; a partir de 1932, hubo levantamientos en diversos estados de la República (principalmente, en Aguascalientes, Colima, Durango, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nayarit, Puebla, Querétaro, Veracruz, Oaxaca,Guerrero, Sonora, Sinaloa y Zacatecas), aunque paulatinamente, el ejército fue liquidando a los jefes de estas insurrecciones; la alta jerarquía católica, en actitud pasiva y sin aceptar la provocación de las nuevas leyes y actos anticlericales del Estado, fue la encargada de tranquilizar a sus fieles en el rebrote cristero de 1932.
En los inicios del periodo cardenista, el Estado mexicano seguía promulgando disposiciones revolucionarias como la Ley de nacionalización de bienes y su reglamento que especificaron que los bienes eclesiásticos dedicados al culto público eran propiedad de la Nación; la iglesia no suspendió los cultos católicos en protesta contra el Estado, sino que llamó a la oración y al ejercicio espiritual sin exacerbar los ánimos del poder civil.
Durante el periodo cardenista, la derecha se encontraba dividida; por ello, establecía diversas formas para oponerse al proyecto revolucionario. Los moderados y los sinarquistas actuaban por la vía pacífica y la lucha política; por su parte, los cristeros, aparentemente sin vínculos reales con la extrema derecha, optaron por el ejercicio de la violencia. A medida que avanzaba el tiempo, los miembros católicos de la burguesía nacional se convencían de que derrocar al gobierno de Lázaro Cárdenas era tarea más política que guerrera y, en septiembre de 1939, crearon su partido de oposición al PNR, el Partido Acción Nacional (PAN).
En otro sentido, la jerarquía eclesiástica aceptaba el cupo legal de ministros para el ejercicio del culto católico y confiaba su permanencia en México y en el apoyo internacional; conjuntamente, esperaba que llegaran al poder gobernantes que modificaran en su favor el modelo de relación entre el Estado y la iglesia.
De esta suerte, en febrero de 1936, comenzó un progresivo deshielo en las relaciones entre el gobierno mexicano y la alta clerecía católica, favorecido con el ascenso de Luis María Martínez -primado de México y encargado de la Santa Sede, hasta el año de 1949-; no obstante, en marzo de 1936, sucedió el arresto del primado y algunos otros clérigos, por llevar habito religioso fuera de templos. En tanto, el Papa Pío XI emitió una encíclica conciliatoria que abordaba el problema político religioso de México y que coadyuvó en la conciliación entre estas dos fuerzas sociales.
En un intento por terminar de tajo con la violencia en el país, en el mes de febrero de 1937, el general Lázaro Cárdenas emitió un decreto de amnistía que beneficiaba a quienes hubiesen cometido actos en contra de las autoridades establecidas, con efecto retroactivo al año de 1922; se resolvían así, sin mayor trámite, 10,000 juicios por el delito de sedición que se seguían contra ex cristeros y rebeldes activos y exiliados.
Por estas circunstancias, los arreglos que pusieron fin a la guerra cristera trajeron una etapa de paz, constantemente amenazada en que se reforzaron los elementos del paradigma del estado laico priista , en particular en el sector educativo , o sea en el campo de reconstrucción ideológica de la
En su campaña presidencial, el candidato oficial Manuel Ávila Camacho hizo una declaración que tranquilizó a la iglesia: “soy creyente”. Durante su régimen presidencial (1o de diciembre de 1940 al 30 de noviembre de 1946) continuó el tono de tolerancia caracterizado en los últimos años del Cardenismo; se rumoraba que el gobierno mexicano y el Vaticano tenían un concordato secreto consistente en que “el Estado permitía a la iglesia violar los artículos 3o, 5o, 24, 27 y 130 de la Constitución y en cambio la iglesia permitía al Estado violar todos los demás artículos constitucionales”; cabe mencionar que durante ese periodo presidencial se modificó la redacción del artículo 3o Constitucional, omitiendo la calificación “socialista” al modelo educativo y se expidió una nueva Ley de Nacionalización de Bienes. Además, en octubre de 1945, el clero católico mexicano conmemoró el cincuentenario de la coronación de la virgen de Guadalupe.
Las relaciones entre la iglesia católica y el gobierno mexicano con los posteriores mandatarios parecían tolerables; sin embargo, se presentaron manifestaciones lesivas a la libre expresión por algunos sectores radicales.
Múltiples sucesos generaron un carácter polifacético al catolicismo mexicano; este escenario “ fue lo que se dio en llamar modus vivendi y que permaneció con todas sus características hasta principios de la década de los años cincuenta. Durante el período 1938-1950 la iglesia en México, a cambio de la neutralidad oficial en el terreno educativo, otorgó su apoyo al régimen de la Revolución en su política social.”
De esta forma, en septiembre de 1956, la iglesia católica se sumaría a las festividades patrias, además en octubre de 1957 circuló una carta pastoral colectiva del Episcopado mexicano sobre los deberes cívicos de los católicos.
Ante la presencia pública de la clerecía católica, algunos sectores sociales solicitaban el cumplimiento del ideario revolucionario; otros para fortalecer su poder, formulaban anteproyectos de reformas a la Constitución. Así, aconteció con la editorial Tiempo, que sugería reformar los párrafos 9 y 14 del artículo 130 Constitucional.
Pese a estas protestas de sectores revolucionarios, el modus vivendi instaurado por los “arreglos de 1929” continuó vigente. En enero de 1979, se presentó una minicrisis provocada por la primera visita que realizó a México el Papa Juan Pablo II, que dio lugar a muchas violaciones a la Constitución, pues se llevaron a cabo actos religiosos fuera de los templos, participaron sacerdotes extranjeros, se hicieron declaraciones acerca de la legislación nacional. En esta trama, la iglesia volvía a salir de los templos; contrariamente, a los “arreglos” con el gobierno mexicano, ésta reiteradamente se involucraba en asuntos públicos y se presentaban ciertas interferencias entre ambas potestades.
De esta exposición, se aprecia que el Estado mexicano patrocinó la vigencia de los “arreglos” por casi sesenta y cinco años; el modus moriendi caracterizado por la “persecución intermitente y discrecional” se agotaría aproximadamente en 1940, abriendo una etapa caracterizada por el modus vivendi que finalizó, con las reformas constitucionales y legales efectuadas durante la presidencia de Salinas de Gortari.