Por: Hugo Rangel Vargas
Desde hace años, el Estado mexicano ha evidenciado una crisis estructural que coloca en zona de riesgo su viabilidad como ente depositario del pacto social. Los clásicos, Hobbes y Locke -aunque con matices cada uno-, decían que el nacimiento del Estado derivaba de la necesidad de los seres humanos de superar su estado de naturaleza, esa fase de permanente conflicto y de cierta esquizofrenia defensiva en la que el individuo tenía que defender su integridad por su propia mano. El papel de defensor, el monopolio del ejercicio de la violencia y la impartición de justicia, entre otras más tareas; son entonces depositadas en un fideicomisario de la confianza de una sociedad la cual, a través del pacto social, las entrega.
En México, hay estampas que dan cuenta de que no se exagera cuando se hace referencia a un estado fallido, puesto que ha dejado de cumplir, y en algunos casos ha ido en contra, de los intereses de los fideicomitentes de ese pacto social: los ciudadanos. El crecimiento de la inseguridad y la violencia en los últimos años, ha ocurrido no sólo con el desdén, sino también con la complicidad de autoridades quienes se convierten en transgresores de la ley qué han jurado hacer respetar.
El surgimiento de los grupos de autodefensa en Michoacán en el año 2013 así como en otras latitudes del país, sólo develaron un proceso que ya ocurría de manera silenciosa pero creciente: la toma de la seguridad en manos de la propia ciudadanía. El cierre de calles al tránsito público privatizándolas de facto, la colocación de plumas y garitas en las entradas de fraccionamientos, la contratación de sistemas y equipos de seguridad privada por parte de cierto sector de la sociedad de altos niveles económicos; muestran el deterioro de la capacidad del estado mexicano para hacer frente a su tarea más básica y fundamental que es la seguridad de los ciudadanos.
En los estudios realizados por la agrupación Latinobarómetro se da cuenta de este elevado grado de insatisfacción de la ciudadanía hacia las instituciones públicas depositarias del pacto social. En 2017 en México, el porcentaje de ciudadanos que decían tener confianza en la policía era del 20 por ciento, cifra que se ha deteriorado en los últimos 10 años, ya que en 2007 se ubicaba en 32 por ciento.
El regreso al estado de naturaleza ante la ausencia del Estado mexicano parece una realidad en muchas zonas del país. Las cifras dadas a conocer recientemente por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en su informe especial sobre linchamientos son escalofriantes. De 2015 a 2018, estos ajusticiamientos fuera de la ley se incrementaron en 300 por ciento y tan sólo de 2017 a 2018 pasaron de 60 a 174 casos. Casi el 30 por ciento de los mismos se concentra en tan sólo once municipios de cinco entidades. Resulta revelador que en la mayoría de los casos quienes inician el linchamiento son las propias victimas de los supuestos delincuentes, agobiados quizá por la certeza de la impunidad.
Un enorme reto de la Cuarta Transformación se encuentra en la recuperación de la confianza ciudadana hacia el Estado. El nivel de los agravios que ha sufrido la sociedad de manos de sus “protectores” empiezan a hacer estragos en el tejido institucional y a evidenciar fenómenos como los linchamientos, a todas luces al margen de la racionalidad y la justicia.
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