Por: Francisco Armando Gómez Ruiz
“Amar a una persona es ver el rostro de Dios”.
Uno de estos fines de semana, después de romper el cochinito que se come aquellas monedas destinadas para el gusto de la belleza sin más, con un buen amigo fui a ver “Los miserables”, el musical, montado en un prestigioso teatro de Ciudad de México.
Lo monumental de la puesta en escena no corresponde simplemente a su grande producción: 500 cambios de vestuario, 52 toneladas de escenografía, 3 mil piezas de vestuario, 650 reflectores, 80 luces y quién sabe cuántos otros armatrostes y demás utilería que el canto y la actuación necesitan para brillar. El otro punto de exaltación que este musical es digno de mostrar, es el ingenio para adaptar al teatro el tremendo libro de Víctor Hugo, que lleva el mismo título. Cierto, todo el trabajo que realizó México con esta puesta en escena fue un segundo esfuerzo de adaptación, pues la primera adaptación de la épica –novela- a la dramática –teatro- se hizo en el extranjero. No obstante, en México se presenció toda la fuerza de la belleza universal y local con este musical.
En cada nudo del drama se lanzaron torrentes de sabiduría en todas las direcciones: espiritualidad, política, amor, trabajo, en fin. Cuando el arte en armonía tiene un guión claro y valioso para el género humano, la belleza no resiste y se adueña del escenario. ¡Así lo viví! Cayó el telón y la belleza seguía viva, latiendo en el corazón de cada espectador.
Una de las frases fuertes, y con ella precisamente cerró el musical, “amar a una persona es ver el rostro de Dios”, es el regalo y la tarea que sigue a la actuación del teatro y que salta a la vida de todos los días. Cuando se perdona, cuando se tiene la valentía de perdonar y aceptar el perdón, entonces el rostro de Dios aparece, así mismo cuando los amigos se encuentran, cuando los amantes se miran y cuando una mano toma la de otro para presionarla con la única findalidad de ayudarla.
Estamos ante la presencia de la casa de la sociedad perfecta, donde la justicia tomada de la mano del perdón invitan a pensar. No hay justicia sin la posibilidad de perdonar. Y no hay perdón sin justicia.
Amando y perdonando se contempla el rostro de Dios. Se reclama el amor y el perdón. Así esta la mejestuosidad del pórtico de Los Miserables, la puerta para perdonar y para amar.