Por: Hugo Rangel Vargas
El partido que nació después de la coyuntura electoral de 1988, el que había servido de instrumento de la consecución de muchas transformaciones del país, el mismo que había ganado dos veces la Presidencia de la República; hoy languidece como una caricatura que en sus últimos suspiros se aferra a verse al ombligo como si eso fuese a evitar su fatal destino. Ya lo dijo el legendario “traga balas”, caricatura también de su pasado y ahora devenido en operador ramplón de intereses facciones, el PRD agotó su ciclo de vida y se enfila a su extinción.
Sin embargo, aún cuando esto es inevitable, los administradores de las cenizas perredistas profundizan su dislocamiento respecto de la realidad y ofrecen a la agenda del país la bizantina discusión sobre el cambio de siglas de su partido. No, para la burocracia aurinegra no se asoma ni siquiera una discusión sobre alguna contribución al nueva realidad política del país, no levantan la voz sobre la coyuntura de la crisis migratoria, no tienen posicionamiento respecto al tema del aeropuerto internacional; vaya, no los ha movido ni siquiera el ventarrón del huracán Willa.
Haciendo gala de autismo y de una pérdida total de reflejos, el moribundo PRD regurgitó a su dirigente nacional, quien seguramente desistió de ser el sepulturero de un apestoso cadaver; y ahora ha quedado al frente del cortejo un liderazgo menor, carente de trayectoria y acostumbrado a vivir a la sombra de su mentor político, Jesús Zambrano.
En él acta de defunción aurinegra seguramente se anotarán diversas causales del deceso: la firma del pacto por México, las recurrentes alianzas con la derecha, el encumbramiento de una casta de burócratas que privilegiaron la administración de las prerrogativas y las plurinominales, así como el desvinculamiento paulatino de causas sociales y el abandono de liderazgos con prestigio de sus filas. Sin embargo, es probable que quien contemple a aquel desahuciado se dé cuenta de que, en sus últimas horas, éste padece de cierto trastorno psicológico caracterizado por una intensa concentración en si mismo e incluso ciertas rachas esquizofrénicas en su personalidad.
Frente a esta realidad, el debate sobre cambiarle el nombre o no al PRD parece inútil, desprovisto de importancia en medio de la transición que vive el país y sin ningún estímulo, ni siquiera el del sano esparcimiento, para sus participantes. Viciada de origen por la calidad y los antecedentes de quienes convocan a esta discusión, esta parece ser el velo detrás del que se esconde el fin de reconstituir una franquicia que siga otorgando recursos públicos a sus posesionarios, los Chuchos y sus aliados.
Y es que el 1 de julio poco faltó para que el sol azteca perdiera su registro. La falsedad de argumentos con los que construyeron su alianza impensable con Acción Nacional, sus reyertas internas cifradas en una hoguera de vanidades y las indefiniciones de actores como el gobernador de Michoacán; colocaron al PRD en la justa dimensión de un partido menor, de palacio, apto para la negociación, una mercancía en venta; pero ya no una alternativa para la sociedad mexicana.
México seguirá su curso en los siguientes meses. Seguramente veremos el desmantelamiento de estructuras de poder que daban consistencia al anterior régimen, el ocaso de muchos cuadros del antiguo sistema que vivieron de lucrar con causas sociales, seremos testigos de un cambio en la relación entre gobierno y gobernados y de una alteración sustantiva de los privilegios de las clases política y empresarial del país; sin embargo es probable que también, en un rincón un desahuciado patalee mientras contempla su ombligo; ahí estará el PRD.