Columna de opinión
Por: Teresa Da Cunha Lopes
Estamos, a nivel mundial, en una era de la kakistocracia: el gobierno de los peores, por los peores y para los peores. Que tiene como paradigma la cleptocracia organizada en redes casi indestructibles. Las opciones moderadas están desapareciendo sustituidas por una corrupción que no es sutil sino profunda. Corrupción que ha infectado la política, el cotidiano, la vida.
Las kakistocracias (los peores gobiernos) proliferan en sistemas políticos degradados y caóticos que desalientan el talento real y allanan el camino para los individuos del peor tipo o aquellos que están menos preparados para gobernar. Por supuesto, no es imposible ver a un gobierno acumular ineptitud e incompetencia, en cuyo caso estos dos elementos se refuerzan entre sí.
Los gobiernos acumulan crueldad con incompetencia. Mientras el mundo dedica su tiempo a debatir temas como el socialismo, el capitalismo, la independencia, el populismo u otros «ismos», cada vez más delincuentes e incompetentes están llegando al poder aquí y allá, en todos los continentes y, hasta en las democracias que pensábamos al abrigo, «porque tenían instituciones fuertes». Véase, a título de ejemplo, el reciente nombramiento de Kavanaugh a la Suprema Corte estadounidense.
Con efecto, es un error común creer que solo los países con instituciones frágiles y sistemas políticos inmaduros atraen a los ineptos e ineptas a posiciones estratégicas de poder. La situación actual de los Estados Unidos y ciertos países europeos con una larga tradición democrática muestra que ninguna nación es inmune a la posible transformación en una kakistocracia. Y, de esta a su deriva en cleptocracia, como es el caso de la Rusia de Putin.
Las kakistocracias actuales están reforzadas por una ola paralela de corrupción sin igual, protagonizada por incompetentes corruptos que las transforman en cleptocracias en un círculo infernal que se retroalimenta: los cleptócratas saben cómo desviar nuestra atención de sus fechorías, al igual que los kakistócratas logran ocultarnos su incompetencia. De Odebrecht a la “Estafa Maestra”, de los Duartes a los Fujimori y a los Maduro, ya no se trata solo de corrupción tradicional. Sí, de cleptocracia organizada, con redes internacionales de lavado de dinero, como los «papeles de Panamá,» lo evidenciaron.
Vendida en las urnas por grandes campañas publicitarias, que implican equipos de comunicación costosos para construir «un gran discurso ideológico», así como una invectiva contra sus oponentes. Como, por ejemplo, la campaña de Bolsonaro en Brasil. Mientras asistimos y participamos en estas batallas de manipulación masiva, ellos (y ellas) se reproducen en el poder perpetuando sus redes fraudulentas y llevando los países y las sociedades por opciones imbéciles o referendos a para tontos.
En la cleptocracia, esa forma última de la kakistocracia, nos enfrentamos a conductas delictivas que ya no son individuales, oportunistas y esporádicas, sino colectivas, sistemáticas, estratégicas y permanentes. Es un sistema que se beneficia de la complicidad de toda la pirámide superior de poder, organizada a sabiendas con el propósito de enriquecerse, y las fortunas así amasadas sirven para mantener el poder.
A los ojos de los cleptócratas, el bien común y las necesidades de la población son propósitos secundarios que merecen su atención solo cuando sirven a su prioridad: aumentar su riqueza y mantener las riendas del estado.
Al final, todos (as) nosotros (as) los(as) ciudadanos(as) pagamos el precio de la incompetencia, del derroche y del robo descarado, no solo en falta de opciones, no solo en el acceso desigual a las oportunidades, en la erosión de la calidad de vida, sino también, muchas veces en sangre, lágrimas y tragedias sin fin.