Por: Enrique Krauze
CIUDAD DE MÉXICO — El próximo 1 de julio los mexicanos decidiremos quién será nuestro presidente por los próximos seis años. No será una elección cualquiera. En el retroceso global de la democracia, lo que podría estar en juego no solo es un cambio de gobierno, sino un cambio en la naturaleza misma de la democracia liberal que México ha venido construyendo en este siglo. No sería la primera vez que los resultados de una elección democrática pongan a prueba a la democracia. En nuestros días, algunas de las más antiguas y sólidas democracias atraviesan por ese predicamento.
El cambio de gobierno es bienvenido. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) merece perder por haber reincidido en actos de corrupción que todos asociamos con su comportamiento habitual en el siglo XX. Quienes luchamos por la democracia durante las décadas finales del siglo pasado, conocemos bien esa historia. En 1928, el presidente Plutarco Elías Calles declaró concluida la era de los caudillos —“el país de un hombre”— y anunció el comienzo de una “nación de instituciones”. Así nació el PRI, como un pacto en el que cualquier aspirante renunciaba a las armas a cambio de la posibilidad de llegar a la presidencia, por la sola elección del presidente saliente. Era una monarquía absoluta con ropajes republicanos, con un nuevo rey cada seis años. El único límite era el temporal.
Esa transferencia ordenada y pacífica del poder funcionó por setenta años. Había otros partidos, pero el gobierno organizaba las elecciones, contaba los votos y repartía miles de puestos federales y locales. Había nula división de poderes y poca libertad de expresión. Aunque hasta finales de los años sesenta la gestión económica y social de aquel régimen fue relativamente aceptable, siempre la manchó la corrupción: cada sexenio producía una camada de políticos multimillonarios.
Las décadas finales del siglo XX fueron tiempos de crisis económica y política. La liberalización en ambas áreas era impostergable. Y ocurrió. En el año 2000, la victoria de Vicente Fox, el candidato del Partido Acción Nacional (PAN), puso fin al largo reinado del PRI. Y así comenzó el ensayo democrático en el que estamos.
Ha habido alternancia en el poder. En 2006, el PAN triunfó nuevamente con Felipe Calderón y en 2012 el poder regresó al PRI con Enrique Peña Nieto. En el México de hoy el presidente no es un monarca absoluto ni designa a su sucesor. En el Congreso, varios partidos tienen representación e influencia, no solo el PRI. La Suprema Corte de Justicia es independiente. Instituciones autónomas clave —entre ellas el Banco de México y el Instituto Nacional Electoral— operan con profesionalismo. Y aunque tiene limitaciones, la libertad de expresión ha revelado casos de corrupción que hubieran permanecido ocultos en el siglo XX.
México es una democracia, pero hay un descontento profundo con sus resultados. La mayoría resiente, con razón, el magro crecimiento de las últimas décadas, la persistencia de la pobreza y la desigualdad. A esos males se aúnan cuatro problemas abismales: la violencia, la inseguridad, la impunidad y la corrupción. Ante este balance desolador, la reacción natural en cualquier democracia es castigar al gobierno en turno.
Según las últimas encuestas, los votantes parecen decididos a cobrar la decepción a José Antonio Meade, candidato del PRI. Si la tendencia persiste, la competencia se dirimirá probablemente entre Andrés Manuel López Obrador —candidato de Morena, que encabeza con once puntoslas encuestas— y Ricardo Anaya, el abanderado de la alianza entre el PAN y la centro-izquierda representada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el Movimiento Ciudadano. Los votantes no tienen elementos suficientes como para juzgar a Anaya, porque hasta ahora no ha abordado los detalles de su programa. Ante la caída del candidato oficial, el gobierno ha respondido usando a la Procuraduría General de la República en una guerra mediática contra Anaya por un supuesto caso de lavado de dinero. Si sobrevive a esa andanada y llega al inicio formal de las campañas, el 30 de marzo, Anaya habrá demostrado temple y puede resultar un candidato competitivo.
Tres candidatos independientesaparecerán también en la boleta, sin posibilidades reales de triunfo. Más allá de sus diferencias, todos, salvo López Obrador, comparten el respeto a la democracia.
López Obrador ha prometido un “cambio de régimen”. Los votantes deben considerar cuidadosamente el significado de sus palabras, dados los precedentes.
Para comenzar, ha dicho que no cree en la existencia misma de la democracia mexicana, aunque es en el marco de sus reglas, instituciones y libertades que está en posición de ganar la presidencia. Tampoco confía en el árbitro: el Instituto Nacional Electoral. Tras perder la elección de 2006 por un margen estrechísimo (0,58 por ciento), se declaró víctima de un fraude, se autodesignó “presidente legítimo” y sus seguidores ocuparon por casi dos meses el Paseo de la Reforma, la arteria central de Ciudad de México, una acción públicamente criticada. En la elección de 2012 fue derrotado por un margen más amplio (6,62 por ciento) y volvió a reclamar fraude. No ha cambiado desde entonces su desdén por las instituciones de la democracia liberal. “Al diablo con sus instituciones”, dijo famosamente en 2006 y no ha retirado esas palabras. Recientemente, acusó a la Suprema Corte de Justicia de ser un instrumento de la oligarquía para dominar al pueblo.
Entre sus seguidores y él hay un genuino vínculo de fervor religioso que no es exagerado llamar mesiánico. Movido por esa convicción, López Obrador ha mostrado una inflexible intolerancia a la crítica de los medios e intelectuales. Para todos los que se le oponen o critican tiene un adjetivo descalificador: “simuladores”, “conservadores”, “vendidos”. Ha llamado a la prensa “fifí” (es decir, burguesa). López Obrador es incapaz de ejercer la autocrítica y exhibe una marcada inclinación a dividir al país entre “el pueblo” que lo apoya y todos los demás, que apoyan a “la mafia del poder”.
López Obrador confía tanto en su carisma que ha prometido hacer “entrar en razón” a Trump y devolver la paz a México explorando la posibilidad de otorgar amnistía a criminales y narcotraficantes. “Solo yo puedo acabar con la corrupción”, ha dicho, y hace poco anunció que convocará a la redacción de una “Constitución moral” que haga realidad “una república amorosa”.
López Obrador se ha rodeado de antiguos políticos y líderes sindicales del viejo PRI que son la quintaesencia de la corrupción. Si bien ha mostrado una preocupación genuina por aliviar la pobreza, sus propuestas carecen aún de la suficiente especificidad. A muchos preocupan sus ideas económicas. Temen que cumpla su propuesta de revertir la apertura de inversión privada y extranjera en la producción de petróleo y proteja la economía interna de la competencia internacional.
Lo que a mí más me preocupa, sin embargo, es su actitud ante nuestra frágil democracia. Sus defensores argumentan en su favor su trayectoria como jefe de gobierno en el Distrito Federal (2000-2005), pero en ese puesto no tenía, ni remotamente, el poder absoluto que podría acumular en la presidencia. Si López Obrador decide apelar a movilizaciones populares y plebiscitos, no sería imposible que convocara a un nuevo Congreso Constituyente y procediera a anular la división de poderes, a subordinar a la Suprema Corte y las entidades autónomas, a restringir a los medios y a silenciar las voces críticas. En ese caso, México sería otra vez una monarquía, pero caudillista y mesiánica, sin ropajes republicanos: el “país de un hombre”.
Ojalá el legítimo descontento de los mexicanos y la urgente necesidad de cambio no desemboquen en el fin de la frágil pero auténtica democracia mexicana.